Tengo la mala suerte de ser el único miembro de mi familia, a excepción de mi madre, con escaso oído musical e incapaz de tocar bien un instrumento. Hasta 8º de EGB di clases de piano como extraescolar en el colegio, pero al pasar al instituto tuve una profesora particular, la Conxita, una señora muy alegre que vivía con su hijo y un perro tuerto que me ladraba nada más entrar por la puerta de su casa, que un día me invitó muy educadamente a abandonar las clases. “No sé si es lo tuyo”, me soltó, insinuando mi falta de talento y mi poca predisposición a estudiar. 

Ofendida, le respondí que entonces me pasaría a la guitarra, un instrumento aparentemente más fácil. La pobre mujer entornó los ojos y aceptó mi propuesta, sin imaginar que en realidad era una excusa para poder seguir viendo a su hijo.

Durante los meses siguientes, la Conxita siguió recibiéndome en su casa los sábados por la mañana para enseñarme a tocar los tres acordes básicos —la, mi, re — y acompañar con ellos canciones populares como La Trinca, Obladí Obladà o Trobarem a faltar el teu somriure, que yo entonaba fatal.  De hecho, sonaba todo tan mal que al llegar el verano decidí tirar la toalla y aceptar que la música nunca sería mi fuerte. 

Que no se me dé bien la música no significa que no la disfrute, o que no me llegue. Recuerdo que cuando tenía nueve o diez años me pasé un verano entero escuchando en bucle el Concierto para piano y orquesta nº11 en re mayor de Haydn en mi Walkman.

Mi padre tenía en casa un montón de cassettes amarillos de la Deustche Grammophon, mezclados con sus propias grabaciones de conciertos, cuyos títulos anotaba en el reverso con su letra pequeña y angulosa, y yo me había propuesto escucharlos todos.

Por algún motivo, ese concierto de Haydn me llegaba —y me sigue llegando — al alma, me hacía sentir un nudo en el estómago, me emocionaba, igual que cuando más adelante mi primero novio me puso las Suites de Orquesta de Bach, cuando a través de la novela Jóvenes Talentos, de Nikolai Grozni (Libros del Asteroide, 2012) descubrí la Balada Nº2 en Fa Mayor de Chopin, o cuando mi padre me hacía escuchar a todo volumen el Réquiem de Mozart o alguna sinfonía de Beethoven. 

“La capacidad de la música para participar, en su respiración, de la presencia de algo que pertenece a una naturaleza trascendente, divina, confiere al discurso musical la posibilidad de asumir la categoría de revelación”, escribe Josep Maria Gregori en su libro más reciente, De Orfeo a Monteverdi. Ensayos sobre música, inspiración, mito y sacralidad (Fragmenta, 2024).

En este ensayo, docto y claro, el reconocido musicólogo y académico de la UAB defiende la idea de que los grandes compositores parten de una mirada trascendental a la hora de crear música, es decir, su inspiración tiene un carácter espiritual, que va más allá de lo mundano, y “esa impregnación energética” es lo que consigue que nos emocionemos con su música. Siempre y cuando no la toque yo, por supuesto.