Pronto hará un año que se lanzó a bolsa la firma barcelonesa Puig, de fragancias, cosméticos y prendas de moda. La marcha de la cotización no puede calificarse de lucida. Más bien ocurre todo lo contrario. Se estrenó el 3 de mayo a 24,5 euros. El viernes último cerró a 16,5. Es decir, en once meses los inversores pierden exactamente un tercio de su dinero. El fiasco es devastador.
Por el momento, los únicos que salen ganadores son los catorce primos hermanos de la estirpe Puig. Tras su espectacular pelotazo, se llevaron al zurrón la bonita suma de 1.250 millones. Una cuarta parte de ella la acapara Manuel Puig Rocha, gracias a su condición de primer socio destacado de la compañía. Es hijo solitario de Antonio Puig Planas, uno de los cuatro patriarcas que catapultaron la corporación hasta el espacio celeste durante el siglo pasado.
Además, los títulos que se vendieron a los ahorradores privados gozan de unos derechos irrisorios en comparación con los poseídos por la propia dinastía gobernante.
En resumen, ésta endosó a los ingenuos compradores unos papelillos de ínfima categoría que, de propina, han visto esfumarse una parte considerable del valor inicial.
No es intempestivo recordar la intensa y machacona campaña de propaganda mediática que se orquestó en las semanas previas al debut. Los bancos, los asesores y una turbamulta de palmeros pregonaron por la plaza las excelencias de la mercancía.
Dieron por seguro que la perfumera tenía ante sí un largo “recorrido alcista” y le aguardaba un sustancioso “potencial de revalorización”, que iba a enriquecer a los partícipes en el festín de las colonias y los bálsamos.
Pero una cosa son los cantos de sirena que propalan las partes interesadas y otra muy distinta la cruda realidad.
Marc Puig Guasch, actual presidente, es vástago de Mariano Puig Planas, otro de los cuatro próceres pioneros.
Desde la salida a bolsa en mayo hasta final de diciembre, Marc devengó una retribución de 12,7 millones. Además, la sociedad aportó 0,4 millones a su fondo de pensiones personal. En total, unos honorarios de 13,1 millones, que sitúan al ejecutivo catalán entre los mejor remunerados del firmamento hispano.
En efecto, se codea con magnates de la talla de Ana Patricia Botín, de Banco Santander, e Ignacio Sánchez Galán, de la eléctrica Iberdrola, cuyas recompensas respectivas se cifraron en 14,1 y 13,7 millones.
Aunque los emolumentos de Marc se aproximan a los percibidos por esos mandarines de postín, es obvio que la complejidad, la envergadura y el rendimiento de los tres conglomerados no admite comparación.
Así, por ejemplo, Puig consiguió el pasado ejercicio un beneficio de 530 millones, contra los 12.570 y 5.610 millones de Santander e Iberdrola.
A la luz de tales magnitudes, queda meridianamente claro que las prebendas de Marc resultan de todo punto desmesuradas e improcedentes.
Reza un refrán celtibérico que “por el olor se conoce la flor”. Si hacemos caso del aserto, el aroma bursátil que despide Puig no es precisamente a rosas, sándalo, jazmín o azahar, sino que atufa de forma apestosa.
Se ha evidenciado, una vez más, que en los asuntos relativos al parquet no todo el monte es orégano y nadie regala duros a cuatro pesetas.
Este tipo de lances recuerda los timos de la estampita y del trilero del cubilete, eso sí, pasados por el túrmix de las altas finanzas.
Los inversores harán bien en tentarse la ropa antes de colocar su peculio en empresas que prometen el oro y el moro. Se exponen, como acredita la experiencia funesta de Puig, a sufrir un desengaño monumental, amén de un leñazo ruinoso.