El fin de semana pasado, mi amiga María y yo fuimos a visitar a otra compañera de la universidad que hace cinco años se fue a vivir a una ciudad del norte de Europa con su marido y sus dos hijas, que ahora tienen 8 y 9 años. Fue un encuentro entrañable, marcado por las conversaciones interminables, la buena comida y la agradecida compañía del sol después de tantos días de lluvia en Barcelona. En el avión de vuelta a casa, sin embargo, María y yo no pudimos evitar chismorrear un poco sobre un detalle que nos había llamado la atención a las dos: las hijas de mi amiga no tenían ni un solo juguete.

“Ya no jugamos con juguetes, somos mayores”, nos explicaron. Eran dos niñas de anuncio: educadas, tranquilas, obedientes, dóciles, autónomas, capaces de mantener una conversación sin gritos ni tartamudeos, y de cenar en un restaurante sin armar jaleo o protestar. Pero lo que más nos sorprendió fue que, en los tres días que pasamos allí, no las vimos jugar a nada ni con nada, excepto una mañana en que la pequeña se ofreció a prepararnos el desayuno —huevos revueltos, tostadas y yogur con avena— como si fuera la chef de un restaurante. Se lo tomó tan en serio que no parecía un juego, sino una misión del colegio en la que lo más importante era sobresalir, en lugar de divertirse y reír.

“Los niños tienen que seguir siendo niños, seguir jugando, imaginar... es muy importante para su desarrollo”, me dijo en el avión Maria, que se dedica a formar a maestros de infantil y primaria en el ámbito de la lecto-escritura, una de las grandes asignaturas pendientes de la educación catalana, junto a las matemáticas.

En 2015, La Vanguardia ya alertaba en un reportaje de la reducción de la franja de edad en que los niños perdían interés por los juguetes. “Los niños de hoy se hacen mayores muy jóvenes, entre otras razones porque los propios padres y adultos que les rodean les incitan desde pequeños a que se comporten de forma más seria, comedida y adulta. A eso se suma que los modelos que les proporcionan las series y los cantantes de moda, incluso en la forma de vestir, son una réplica del mundo de los adultos, de modo que todo les impulsa a hacerse mayores muy pronto y eso repercute en el uso de los juguetes”, escribió entonces la periodista Mayte Rius, basándose en informes de psicólogos y expertos

Diez años después, la cosa no parece haber cambiado mucho. Por un lado, la tecnología ha hecho que los juguetes parezcan enseguida cosa de niños pequeños y se infantilicen. Por otro lado, hay muchos padres que priorizan que sus hijos aprendan inglés y chino o naden como Michael Phelps antes de que “pierdan el tiempo” en casa con los juguetes. Se olvidan de que, a través del juego, como informa UNICEF, los niños desarrollan las competencias cognitivas y sociales, el bienestar emocional y una buena salud física y mental que les prepara para la edad adulta.

No se trata de comprarles muchos juguetes, ni mucho menos, sino de asegurarse de que los niños siguen siendo niños, de que siguen jugando, corriendo, saltando, desordenando. De que pueden volver al armario de los juguetes y recuperar esa muñeca que hace tiempo que no peinan, ese parque de bomberos de Lego que montaron con el abuelo, esa bolsa llena de dinosaurios que igual le gustan a sus primos pequeños. De que, si nos piden que juguemos con ellos, diremos que sí. Los niños tienen que vernos jugar. Porque jugar– entendido como un “estado de ánimo que uno tiene cuando está absorto en una actividad que proporciona disfrute” – también es beneficioso para los adultos.

“Nada estimula más que el cerebro como jugar, porque nuestra especie está diseñada para jugar durante toda la vida, y lo contrario al juego no es el trabajo, es la depresión”, asegura en una charla TED el médico y psiquiatra estadounidense Stuart Brown, fundador del National Institute for Play, una entidad dedicada a promover el conocimiento y la aplicación del juego en la sociedad. Tras 30 años de estudio, Brown llegó a dos evidencias fundamentales. Número uno: los adultos que juegan experimentan menos estrés y más optimismo y bienestar. Número dos: los niños a los que se permite jugar aprenden más rápido, son más creativos y competentes socialmente.

Me voy a jugar a Piratix.