Ayer, como cada 13 de marzo de los últimos cuatro años, me acordé de mi amigo Max (nombre cambiado), porque fue la última persona que vi antes de que se decretase el estado de alarma y nos confinaran a todos por culpa del Covid-19.
Recuerdo que ese día Max estaba ansioso: su padre había sido ingresado hacía poco en la uci del Clínic por una dolencia en el corazón y sus proyectos de trabajo peligraban por culpa de la pandemia, así que me propuso vernos por la tarde y dar una vuelta en bicicleta, una actividad libre de contacto físico (lo que en realidad deseábamos) y con bajo riesgo de contagio.
“Sabes ir en bici, ¿no?”, me preguntó, medio en broma, mientras me montaba en su bici plegable, procurando que mis elegantes y larguísimos pantalones de punto no se engancharan a los pedales.
Siguiéndole como podía (Max iba a toda castaña y solo me esperaba en los semáforos), cruzamos todo el Eixample y el Poblenou hasta llegar al Fòrum, y allí nos paramos para contemplar las vistas y decir (al menos, yo) tonterías, y por unos instantes nos olvidamos de las noticias escalofriantes que llegaban de Italia y de China.
Recuerdo que hacía una tarde húmeda y cálida, que había mucha gente paseando, y que las farolas se encendieron mientras subíamos por la avenida Drassanes y nos metíamos por las calles del Raval sin bajar de la bici.
Fue entonces cuando Max me dijo que él “ponía el turbo” para que no le cerrasen la uci —había un estricto horario de visitas—, pero me daba las llaves de su piso para que lo esperase allí.
“¿Te quedarás a cenar?”, me escribió pocos minutos después en un whatsapp en el que también había adjuntado un vídeo de sus piernas pedaleando a toda velocidad y otro de sus manos empujando las puertas de la uci del Clínic. “Lo he conseguido”.
Los dos sabíamos que no podía quedarme a cenar: el terror a contagiar a mis padres, a que él se hubiera contagiado en el hospital, a que yo me hubiera contagiado en una academia de refuerzo en la que hasta hacía pocos días daba clases a niños, a que su padre se contagiara... Así que me puse mi abrigo mostaza, mi favorito, y dejé que me acompañara al coche.
Caminamos uno junto al otro, nuestras voces ahogándose en el ruido del tráfico de la calle València, cada uno pensando en lo que esa noche no iba a pasar.
En la autopista, de vuelta al Maresme, mis padres me llamaron para decirme que habían anulado una cena en casa con amigos, así que nos dimos un festín: parmentier de patata, medallones de rape con berenjenas y pimientos, ensalada, quesos y pastel.
“Al menos he cenado bien”, escribí a Max antes de acostarme. A las pocas semanas, su padre falleció de Covid, aislado en una cama de hospital, sin poder despedirse de nadie.
Max y yo no hemos vuelto a ir en bici juntos, pero seguimos siendo amigos.