Gracias a la modernidad, el paseante solitario está a expensas de que una boca del metro se lo trague, como a un personaje de Vila-Matas, o que lo engulla una ballena mientras navega en su kayak por el estrecho de Magallanes.

Atrapado en el mito, el paseante ha comenzado a sentir el pánico subterráneo de estar entre los 400 pasajeros que viajan a pie por encima de las vías hasta llegar a la estación de Sants, a causa de una avería eléctrica de la Alta Velocidad. Dicen que el Govern y ERC han pactado el traspaso de Rodalies para el primero de enero del 2025. Un día antes del Séptimo Sello, dejará de existir la culpabilidad eterna de Renfe y las constantes averías serán pasto del debate en comisión, reclamado por ERC, Comuns y CUP, en el Parlament.

Cuando los inmigrantes suspendan en bloque el examen de la lengua vernácula, como condición para obtener su derecho natural de residencia, desaparecerán de la estadística del INE; dejarán de ser invisibles para, simplemente, no ser.

Dentro de poco sabremos que los Presupuestos Generales del Estado ya son papel mojado, gracias a Junqueras y Puigdemont, y dejaremos de recibir la inversión pública del año en curso. Los vecinos realmente excluidos en la periferia de Barcelona se quedarán en la calle si no cuentan con un emblema de resistencia al estilo elegante de la Casa Orsola.

El testimonio de lo no solucionado está asediado por el silencio. A partir de una ausencia, se pone en marcha el ecosistema de lo perdido irremediablemente, un espacio contaminado por el duelo, como en los bosques frondosos de Twin Peaks, aparentemente bucólicos, pero subrepticiamente aterrados por un mal tan antiguo como sus lagos.

La soledad urbana es abrasadora para nuestros vecinos dependientes ante la falta de una estación del bus cerca de casa. Se sienten robinsones perdidos en una isla cercana a la desembocadura del Orinoco; no todos tuvieron El 47, rehabilitado por la fenomenal película-homenaje sobre aquel vecino de Torre Baró que era conductor de autobús.

En nuestras ciudades, el aislamiento es una tierra espesa, contaminada por el dolor y su remedio. El vecino aislado solo posee su estancia y el derecho al fármaco recetado en su ambulatorio. Si pierde lo primero, perderá lo segundo. Para remediarlo, la sociedad digital tiene una fórmula destinada a llenar la ausencia: “Nadie nos conoce mejor que nuestro celular”, dice Juan Villoro.

Los exploradores urbanos luchan como titanes tratando de mantener lo que está en su sitio, pero que de repente desaparece, detrás de un cristal opalino. No tienen tiempo para reconocen la bella vacuidad de un diner nocturno pintado por Edward Hopper y tampoco duermen al ras, junto a los aficionados al láudano. Esperan el tormento de la desmemoria porque no se acuerdan de las farolas que faltan en su calle ni del hospital que les prometieron. No olvidan que temen al olvido, la invisibilidad del mal.