El hiyab, la niqab o el burka tapan --con más o menos rigor-- el pelo, las facciones o el cuerpo femenino. Su objetivo: ocultar a las mujeres.
Algunos activistas de un extraño progreso quieren ahora vendernos el velo como un derecho identitario e inofensivo. Siento creer que es incompatible con la igualdad.
En numerosas naciones (Afganistán, Irán, Arabia Saudí, Nigeria, Yemen, Pakistán…), si naces mujer, no existe la posibilidad de elegir vestimenta, estudios, trabajo o pareja. Limitan el derecho de la mitad de la población a ganarse la vida y, por tanto, a ser independiente.
Ha pasado otro 8 de marzo y el supuesto Día Internacional de la Mujer tampoco ha servido para que la ONU, la Unión Europea, el Comité Olímpico Internacional, la Unesco y tantas otras organizaciones supuestamente democráticas se decidan a exigir avances claros en la igualdad de derechos a los países donde la Sharia es el único sistema legal.
Aún está por llegar el día en el que se impida la participación o la palabra a esas naciones que decretan por ley el apartheid de las mujeres.
Taparse es símbolo de identidad. Lo dicen grupos de jóvenes españolas (lo son, vengan sus familias de donde vengan) que se manifiestan frente a algunos institutos que proponen desterrar el velo de sus aulas.
El nuevo feminismo europeo, tan inclusivo, exige libertades a los países europeos, pero no publica una palabra contra el burka que vuelve a ser obligatorio en Afganistán ni aumenta la crítica sobre los imanes salafistas.
El buenismo no quiere ser acusado de islamofobia.
Es fácil olvidar que, tras el regreso de los talibanes, las mujeres ya no pueden cursar estudios secundarios, tampoco ir a la universidad, abrir negocios o trabajar. En el Afganistán de hoy, está prohibido que las chicas estudien Medicina. Por si eso fuera poco, un decreto anterior impide que las mujeres sean atendidas por profesionales masculinos.
La organización Human Rights Watch ha denunciado que las afganas no tendrán asistencia sanitaria.
La situación también empeora en otros países. Hace unas semanas, una joven iraní, harta de ser obligada a callar y tapar su cuerpo, se quedó en bragas y sostén en un campus universitario de Teherán. Sigue desaparecida; en los periódicos del país se achaca a la enfermedad mental el derecho a protestar.
“Derechos tan básicos como el acceso a la educación, al mundo laboral, a la libre circulación, a participar en política, incluso a hablar en público o salir sola a la calle han sido eliminados. Los matrimonios forzados se han incrementado notoriamente y las mujeres víctimas de violencia de género por parte de sus parejas y sus familias no pueden ni denunciar, ni tampoco encuentran medidas de protección”.
Ese texto, sobre la situación en diversos países islámicos, fue emitido por Amnistía Internacional coincidiendo con la reciente celebración del Día Internacional de la Mujer. Poco antes, Irak aprobó el matrimonio de las niñas a partir de los 9 años. ¿Se enteraron ustedes?
Se empeñan algunas jóvenes supuestamente progresistas (de familias musulmanas o no, eso da igual) en hacernos creer que todos los símbolos (cruces, medallas, velos, tatuajes, túnicas que te cubren de pies a cabeza…) son iguales. Sus pancartas dicen: “Mi hiyab es mi libertad”.
Buen intento, aunque algo ingenuo, de épater les bourgeois. Aseguran que, si se impide entrar en clase con símbolos islámicos, también debería prohibirse la religión católica en su totalidad y los crucifijos, en particular.
Olvidan que, en las escuelas y universidades públicas españolas, la religión dejó de ser obligatoria hace décadas y las cruces desaparecieron de las aulas que pagamos todos. España, al igual que la mayoría de países europeos, es un Estado laico.
Esta súbita necesidad de defender el velo surge tras los amagos de ciertos institutos madrileños y de otras autonomías de prohibir que los estudiantes lleven prendas en la cabeza, ya sean gorras o velos. De hecho, en Francia, se prohibió hace tiempo la exhibición de cualquier tipo de símbolo religioso en las aulas.
Siguen defendiendo algunos expertos que la libertad de esas jóvenes pasa por respetar sus costumbres y vestimentas, aunque sean impuestas por sus familias. Algo rechina en esta argumentación.
En los institutos de Cataluña, tras años de permisividad respecto, incluso, al islamismo salafista, ya se ven jóvenes ocultas de cabeza a pies, con solo los ojos a la vista.
Ese nuevo, inclusivo y biempensante discurso europeo acaba estableciendo diferencias entre niños y niñas. Está aumentado el poder de los imanes en un continente que limitó hace décadas la intervención de las religiones cristianas en la educación pública.
Mirando más allá de nuestras fronteras, encontramos motivos para desconfiar de esa supuesta libertad que tapa y discrimina a las mujeres. El apartheid por razón de sexo no es progre, es inadmisible.