Hoy es el Día Internacional de la Mujer, 8M, y, siendo mujer y madre soltera, lo más apropiado sería escribir algo sobre el tema, pero no se me ocurre nada original.

Tampoco iré a ninguna manifestación, porque no me gustan las multitudes (he ido solo a cuatro manifestaciones en mi vida: para pedir la liberación de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP asesinado por ETA, en julio de 1997; contra la guerra de Irak, en febrero de 2003; contra la sentencia dictada por el Tribunal Constitucional en contra del Estatut de Cataluña, en julio de 2010; y la convocada por el movimiento ciudadano ¿Parlem?/¿Hablamos?, durante el procés, en octubre de 2017; ninguna sirvió de nada) y me siento incómoda bajo según qué eslóganes demasiado agresivos o conceptuales, sobre todo los que abusan de la palabra “patriarcado”.

No obstante, con la ultraderecha y los negacionistas en auge, tengo la alerta “feminista” puesta. Ni un paso atrás en cuanto al derecho al aborto y la condena de la violencia machista.

Con respecto a la prostitución y a la maternidad subrogada, siempre que no haya coerción de por medio, no me atrevo a posicionarme radicalmente en contra, y no por ello me considero menos feminista.

Pero de lo que me apetecía realmente escribir hoy era de mi reciente viaje a Praga, una ciudad mucho más bonita de lo que me esperaba. ¡Menudo espectáculo, cruzar el puente de las Legiones bajo el cielo rojizo del atardecer y con las farolas del Teatro Nacional iluminándose al fondo!

Pasear por la elegante Na příkopě, coger un tranvía hasta Vinohrady, tomarse un schnitzel y una buena cerveza en alguno de los restaurantes locales, disfrutar de una ciudad ordenada y sin tráfico, donde el bajo nivel de decibelios te demuestra que estamos en un país civilizado…

Lo que más me sorprendió, sin embargo, es no haber visto ni un solo periódico en papel por ningún lado, ni siquiera doblado sobre la mesa de alguna de sus emblemáticas cafeterías, como el café Slavia, o el café Louvre, epicentros de la intelectualidad checa, convertidas hoy en bonitas trampas para turistas.

No puedo (ni quiero) imaginar cómo debe ser Praga en temporada alta.

De vuelta a casa, ojeando el último ejemplar de The New Yorker (revista a la que estoy suscrita por amor a la profesión, ya que cada vez soy más tonta y me cuesta más terminar de leer sus reportajes), me quedé horrorizada al ver la cantidad de anuncios ofreciendo a sus lectores cruceros de lujo a la Antártida.

Entre ellos, el del Roald Amundsen, un crucero de lujo con capacidad para unos 500 viajeros, que pagan cerca de 20.000 euros cada uno para poder despertarse entre pingüinos y lobos marinos o bañarse en playas insólitas rodeadas de hielo.

“El turismo masivo, que colapsa pueblos y ciudades de todo el mundo, también ha alcanzado el último continente virgen del planeta”, escribe Manuel Ansede en un reportaje para El País publicado el pasado 27 de febrero.

Según fuentes consultadas por el periodista, hace 20 años visitaban la Antártida menos de 20.000 personas anualmente, pero el año pasado se registraron unos 125.000 turistas, que se concentran en los mismos sitios, poniendo en peligro el frágil ecosistema antártico.

Sus actividades van desde bailar con pinchadiscos entre icebergs o picar hielo para hacerse unas copas, a bañarse en bikini, remar en piragua o correr una maratón. ¿Nos hemos vuelto locos o qué? Creo que voy a dejar de viajar.