Hay un pseudodogma, estandarizado socialmente, que asemeja “forma” a “rancio”. El eterno idilio del “buen salvaje” imparte buenismo en el social consciente, configurando a todo lo innovador como carente de formalismos, “natural” y sin aditivos (sean estos por coste, o por sospechosa burocracia).

Dentro de la aversión histórica, aún no superada, por comparar lo social y lo natural (como si hubiere varias dimensiones y no una sola realidad…) a muchos les cuesta reflexionar sobre lo impropio de considerar a todo lo natural como ausente de forma o rito alguno.

Desde la gorguera del Triceratops, a la cresta de los hadrosaurios (picos de pato), yendo a la cola del pavo real o al chamizo del pájaro pergolero, la zoología nos enseña que en los ritos de cortejo (en pro de la supervivencia de la especie) la forma importa. Sea por imitación del medio natural que sirviera de inspiración, o por resquicio de aquello llamado “instinto”, también en lo jurídico primó, en los orígenes de las primeras culturas desarrolladas, el respeto por el ritual, no habiendo existido jamás prístina garantía alguna ausente de cualquier forma.

Volviendo a lo biológico, los mamíferos son estadísticamente (a diferencia de las aves, y de sus ancestros dinosaurios) malos padres. Con la salvedad de algunos primates, la labor del progenitor se centra en conseguir transmitir su material reproductor recayendo el papel de la crianza en la madre. El territorialismo y la perpetuación de la propia herencia genética hace que los mamíferos sociales deseen asegurarse la transmisión de su estirpe, no siendo extraño que animales como los leones cometan infanticidio cuando sospechan que los hijos no son suyos.

Se cree que, en tiempos muy pretéritos, la poligamia (unida al hecho de que los hombres desconocieran su paternidad) fomentó que varios padres eventuales participaran en la crianza de las crías, bajo el engaño de que todos lo eran. Ello, de hecho, es común en muchos primates (donde, incluso, los macacos de Gibraltar o Berbería, utilizan los dones para la crianza de crías como “elemento de ligoteo”). La monogamia como estructura básica familiar es propia de los gibones (nuestros simios parientes del sur de Asia), siendo el modelo humano, ya desde el punto biológico, algo más complejo.

Como anécdota anatómica, la propia estructura familiar humana justifica, en parte, que los machos de nuestra especie carezcamos de báculo, es decir, hueso en el pene, a diferencia de otros primates, al no tener que “asegurar” a la hembra por la fuerza, sino por el compromiso (unido todo ello, a un uso más recreativo, no sólo reproductor, del acto sexual, y a que Richard Dawkins hable de la erección masculina como marcador de salud y, por lo tanto, instrumento de selección sexual-natural).

Como estructura social y jurídica, el matrimonio aparece, cuasi en todas las culturas conocidas y en todo tiempo histórico, como estructura por la que cuidar la prole y fomentar el amor familiar (así se deriva del canon 1055 del Códice de Derecho Canónico de 1983). De hecho, es una de esas estructuras que el jurista romano Ulpiano consideró que la naturaleza enseña a todos los animales, no siendo propio y exclusivo del género humano. Pero, como cuasi todo en naturaleza, el matrimonio, a la vez que compromiso, exige rito y efectos (una “divini et humani iuris communicatio”, que dijera Modestino).

La complejidad de la vida social humana, con la aparición de las sociedades desarrolladas y de la división del trabajo, hizo que el núcleo familiar (aunque primordial) no fuere nuestro único ámbito (a diferencia del gibón) y que el Estado cumpla un papel (no entraremos aquí en el duelo confucionista entre la tradición familiar y el gobierno autoritario). Las estructuras de dominancia no son sólo en el ámbito familiar, sino muy especialmente, también en el social. En una sociedad cada vez con relaciones más líquidas, y con menos anclajes, se presenta la uniformidad con el matrimonio, o no, y acaso pertinencia práctica, de una figura muy común: la unión estable.

El Derecho romano ya reconoció la existencia del concubinato (término muy estandarizado en la doctrina francesa hasta nuestros días) como unión sexual estable entre hombre y mujer (no homosexual) carente de honores (“honor matrimonii” y de la “affectio maritalis”).

Quizá inspirado por su esposa Teodora y su fuerte concienciación social (de turbios orígenes, quién sabe si “tabernera”, como posadera, o directamente, como prostituta), el emperador Justiniano consideró a la “unión estable” como un matrimonio de condición inferior, tratando, ante todo, el espinoso tema de la legitimación de los hijos (actualmente, tener hijos en común, es una de las causas por las que se es unión estable).

En el derecho castellano antiguo se habló de “barraganas” (no confundir con ningún humorista) para aquellas “mujeres no legítimas” y, de hecho, se admitían los matrimonios “a yuras” (clandestinos) hasta que la Contrarreforma del Concilio de Trento, en tiempos de Felipe II, acabó con ellos. El absoluto disfavor y rechazo hacia estas figuras llegaría con Napoleón y la Codificación al afirmar, muy gráficamente, que: “al igual que las concubinas ignoran al Derecho, el Derecho ignora a las concubinas”. Actualmente los tiempos hacia el disfavor de la unión estable (donde Cataluña siempre ha sido modélica e innovadora) han cambiado, y se plantea la cuestión de la cuasi equivalencia con el matrimonio.

Es una cuestión eminentemente jurídica, con importantes efectos, criticar que el Estado español jamás haya legislado sistemáticamente sobre la materia (habiéndolo hecho las comunidades autónomas, muchas de ellas sin competencias legislativas civiles, sino sólo administrativas).

En lo que a Cataluña se refiere, la actual legislación vigente es el Código Civil de Cataluña en sus artículos 234-1 y siguientes (antes se regulaban por la innovadora, en aquél entonces, Ley 10/1998, de 15 de julio, de uniones estables de pareja): se puede ser pareja si se convive de forma análoga a la matrimonial durante más de dos años de forma ininterrumpida, si se tiene un hijo en común durante la convivencia o si se constituye en escritura pública.

Esta “vuelta a la naturaleza inventada”, repudiando la formalidad (más cuando el matrimonio actualmente se permite a cualquier persona con independencia de su sexo u orientación, véase el artículo 44 del Código Civil español) ha hecho pronunciarse al Tribunal Constitucional, en diferentes ocasiones, con voluntad de deslindar y reivindicar al matrimonio como figura constitucionalmente protegida.

Es cierto, más en la regulación catalana, que las uniones estables de pareja tienen efectos similares en múltiples cuestiones tales como el uso de la vivienda habitual… o sucesorios (en Cataluña, la pareja, al igual que el viudo, tiene derecho al usufructo universal de los bienes en caso de abrirse la herencia sin testamento, y, de hecho, serán los llamados, antes que los padres, en el caso de abrirse una ab intestato).

Queda claro que en las parejas no hay régimen económico matrimonial y que los problemas serán, como siempre en derecho, de prueba (véase la actual cuestión de inconstitucionalidad 6205-2023 planteada por la Audiencia Provincial de Barcelona, y que puede dejar sin efectos sucesorios a parejas no constituidas ante notario).

Formar pareja de hecho puede entenderse como un desarrollo de la libertad en ejercicio de la autonomía de la voluntad, pero no disfrazarse como un matrimonio que “es pero no es”. Así, la Sentencia del Tribunal Constitucional 93/2013, de 23 de abril, en relación con la Ley Foral Navarra 6/2000, de 3 de julio, afirma que “no resulta razonable que esa situación de hecho sea sometida a un régimen sucesorio imperativo”. Es decir, no puede tratarse exactamente por igual a quien rechazó someterse a la forma, en este caso la matrimonial, y aparentemente, tampoco va a poder tener el mismo nivel de garantía quien obvió utilizar el garante práctico de la formalidad en la cotidianidad: el instrumento notarial. ¿Emparejarse o casarse? Todo es opcional, como narra la inteligencia de los primates.