Hace unos cuantos –muchos, más de 20– años, antes de tomar un vuelo de regreso a Berlín, donde vivía entonces, fui a visitar a mi abuela, l’àvia, que apenas salía de su piso de la Bonanova por culpa de una osteoporosis feroz que la mantenía postrada en su butaca.

Me quedaban dos horas por delante antes de salir hacia el aeropuerto y respiré de alivio al entrar por la puerta y comprobar que estaba de un humor excelente: había acertado todas las preguntas del programa Quiero ser millonario (todavía la recuerdo, con las piernas estiradas sobre la mesita supletoria, gritándole “buuurrooo” al televisor cada vez que un concursante se equivocaba) y al mediodía se había dado un festín de chucrut y salchichas de fráncfort, aprovechando que era Dijous Gras. 

“¿Quieres que te prepare un llonguet de botifarra d’ou para el avión?”, me preguntó, fiel a la tradición.

En ese momento me vino a la cabeza el panecillo reseco de las bandejas de Air Berlin y la idea me pareció excelente.

Así que l'àvia llamó a la asistenta y le mandó que me preparara un bocadillo con la butifarra comprada esa mañana en una carnicería del paseo de la Bonanova, cuyo dueño, un apuesto señor del Berguedà, tenía a todas las mujeres del barrio enamoradas.

“Y ponle también un trozo de coca de llardons en una bolsita de plástico”, añadió, antes de que la asistenta desapareciera por la puerta de la cocina.

Desde entonces, siempre recuerdo con cariño Dijous Gras, el día antes de Carnaval, y por unos instantes me veo a mí misma sentada en el avión, desenvolviendo con cuidado el bocadillo para no romper el papel de plata, y sintiéndome como una niña pequeña de excursión.

Además de estar grabados en mi memoria, todos estos recuerdos –igual que aquella otra vez que mi àvia me regaló, también para llevar a Berlín, medio kilo de judías del ganxet y unos magrets de canard envasados al vacío que mi novio se zampó a la plancha, en plan bistec, un mediodía que yo no estaba en casa, causándome un gran enfado– están cuidadosamente anotados en una especie de diario/libro de autoficción que escribí con 26 o 27 años, y que nunca se llegó a publicar.

Lo titulé Operación Berenjena, en honor a mi pasión por dicha hortaliza, y me sirvió para desarrollar confianza en la escritura y creer en mí misma.

Hoy sigue guardado en la memoria de mi ordenador, pero quién sabe dónde estará en el futuro. Probablemente, formará parte de todos esos libros que desaparecieron o no llegaron a existir –porque se perdieron, porque los censuraron, porque no eran suficientemente buenos para ser publicados, etcétera–, pero que desde hace 15 años un antiguo diseñador de sistemas de IBM aficionado a la literatura llamado Reid Byers se ha propuesto otorgarles un formato físico, es decir, una cubierta y un título. 

Obviamente, Byers, con la ayuda de un equipo de encuadernadores, calígrafos e impresores, ha centrado su misión en obras de autores conocidos, como la primera novela de Ernst Hemingway, que se perdió después de que a su esposa le robaran la maleta donde guardaba el manuscrito en un viaje en tren, en 1922, o el mítico Segundo volumen de la Poética de Aristóteles, o algunas obras de Shakespeare y Edgar Alan Poe.

“Estos libros imaginarios”, que hasta hace pocos días se exponían en una galería de Nueva York, “tienen que ser capaces de engañar a un experto durante al menos cinco segundos y a un ciudadano de a pie por tiempo infinito”, dijo Byers, citado en The New Yorker.

Este homenaje al libro físico me ha hecho pensar en algunos padres del cole de mi hijo que optan por pedirle a ChatGPT que se invente el cuento que le explicarán a sus hijos esa noche, exigiendo además que sus retoños sean los protagonistas.

¿Tanta pereza les da elegir un cuento, de entre los miles que se han escrito a lo largo de la historia? ¿Se han preguntado qué referente le están dando a sus hijos? ¿Que las buenas historias surgen de una pantalla de móvil?, ¿que solo son interesantes las historias en las que ellos son los protagonistas?

¿Cómo van a empatizar así con otras realidades y con otros mundos? ¿Cómo van a desarrollar su imaginación a través de una portada o unas ilustraciones? ¿Cómo van a formar su propia biblioteca y acudir a un cuento que les gusta cuando tengan ganas de leer?

Cada uno es libre de hacer lo que quiera, por supuesto, pero no puedo evitar sentir una gran pena.