Franco era nacionalista. Hitler era nacionalista. Mussolini era nacionalista. Stalin teorizó poco, pero una de sus tesis políticas era la que defendía el "socialismo en un solo país", versión nacionalista supuestamente de izquierdas.
Los nacionalismos son los principales responsables de los millones de muertes que se produjeron en la primera mitad del siglo pasado.
La Primera y Segunda Guerra Mundial fueron consecuencia de los furores nacionalistas.
En 1914, el 4 de agosto, la socialdemocracia alemana votó los créditos de guerra que facilitaban la movilización militar del país, contra la opinión de la minoritaria izquierda internacionalista que veía en ese voto una traición a los ideales de la II Internacional.
La persecución de judíos (no solo en Alemania), gitanos, homosexuales e izquierdistas en general se hizo tras decidir que su mera existencia atentaba contra los intereses de la patria y tras anularles los derechos de ciudadanía. Si no eran nacionalistas, no podían ser ni siquiera nacionales.
Detrás de las grandes barbaries aparece, casi siempre, el patrioterismo nacionalista.
Solo la amortiguación de este sentimiento tras la II Guerra Mundial ha permitido a Europa vivir un tiempo de relativa paz y reequilibrio social. Paz tensa, pero casi sin tiros.
Los principales conflictos europeos del último medio siglo (la ex Yugoslavia, las antiguas repúblicas soviéticas, incluyendo la actual guerra ruso-ucraniana) muestran siempre un trasfondo nacionalista.
Y, sin embargo, el nacionalismo vuelve.
Trump es nacionalista. Netanyahu es nacionalista. Orban es nacionalista. Los defensores del Brexit (que emergen pese a que se sabe que basaron sus campañas en mentiras) son nacionalistas. Milei es nacionalista. Salvini y Meloni son nacionalistas. ETA era nacionalista.
Alternative für Deutschland es, como Vox y Aliança Catalana, ultranacionalistas. Dicho sea para señalar algún tipo de diferencia respecto al PP y Junts que basan su discurso en la defensa de un supuesto bien nacional. Son nacionalistas.
El nuevo nacionalismo es proteccionista en materia económica. Los aranceles de Trump son el equivalente a los llamamientos que se dan en casi todas partes a consumir productos nacionales (sin hacer referencia a la calidad ni al precio).
Una petición de este tipo podría ser justificada sobre la base de la proximidad y el ahorro en el transporte. Pero no es así. Se pide que se consuma “lo propio” simplemente porque es propio.
Pi de la Serra, cuando cantó la diferencia local, lo hacía, al menos, cargando las frases de ironía. Ahora, en cambio, se afirma que los connacionales son los buenos (¡qué buenos, los mejores!) simplemente por haber nacido a unos metros de distancia de uno mismo como si fuera una verdad indiscutible.
Detrás de las soflamas de los citados (pero también otras voces menores como Oriol Junqueras, Díaz Ayuso o Pilar Rahola) aparece la exaltación nacional. El “nosotros somos superiores a ellos”, que son todos los nacidos en otras partes.
Cada nación (los nacionalistas de cada nación) se considera a sí misma el pueblo elegido. Incluso si no se mira hacia Dios. Es la elegida por uno mismo. ¿Hay juez mayor para decidir la propia grandeza?
En los años sesenta el anticolonialismo de los países del tercer mundo se fraguó sobre un discurso nacionalista. Pero, a diferencia del neocolonialismo que denuncia hoy cierta izquierda desnortada, en aquellos años se era, sobre todo, antiimperialista. Y no es lo mismo.
El imperialismo actual, representado por Trump y Putin anunciando que tienen derecho a decidir cómo debe organizarse el mundo, no provoca la repulsa de los nacionalistas de otros países. Al contrario, Abascal, Meloni y tantos otros aplauden. Como si el nuevo imperialismo (aranceles incluidos) no fuera con ellos. En realidad, no les afecta. Ellos no producen ni exportan.
Actúan así porque piensan que estas medidas socavan a los gobiernos opuestos (más o menos de izquierdas).
Ante tanto desquicie en el discurso político, habrá que recuperar lo que decían los poetas. A Brecht se le atribuye haber establecido que el nacionalismo es una enfermedad contagiosa. Lo sea o no, lo cierto es que ha matado.
Pero si no se quiere ir tan lejos, se puede uno quedar en el local Espronceda que alertaba de la necesidad de poner coto al invasor. Pero por si alguien creía que se refería a las tropas napoleónicas, quiso dejarlo claro: el invasor puede ser un nacional que nos oprime. O, por lo menos, lo intenta.
Y, para colmo, en nombre de la libertad.