La intolerancia no tiene ideología. No es de izquierdas ni de derechas. No es del norte ni del sur. Y, aunque a veces se tiña de lila, verde, rojo o azul, sigue siendo la misma.
Los intolerantes, por tanto, forman un grupúsculo único, sin importar cuáles sean las consignas que vociferen, las banderas que enarbolen o las insignias que porten en su solapa. Y todos aquellos que lo integran se caracterizan por un denominador común: el odio.
Un odio dirigido siempre contra quienes no piensan exactamente como ellos. Adverbio este de suma importancia, ya que los intolerantes no solo no admiten modos diferentes de pensar, sino que, además, como si de dogmas se tratase, exigen la comunión absoluta con todas sus ideas.
Discrepar, siquiera sea levemente, no está permitido. Es inadmisible y, en consecuencia, perseguible.
Muchos de ellos se escudan en que sus ideas son las que deben ser porque solo a través de ellas, siguiendo al pie de la letra sus postulados, se logrará por fin construir una sociedad perfecta, ideal, en la que reinará la alegría y la felicidad.
Una sociedad de todos y para todos y en la que ellos, como es lógico, serán los llamados a regir los destinos de los demás. De todas las pobres e indefensas criaturas que, como usted, querido lector, o como yo, aún vivimos en la ignorancia y en el caos.
Se contemplan a sí mismos como salvadores. Y, puesto que, a sus ojos, son tales, cualquier acción que emprendan para la consecución de sus “nobles” objetivos, aunque sea terrible o atroz en otro contexto, en el suyo goza de legitimidad intrínseca.
Esta salvación, además, resulta obligatoria para los demás, para todos nosotros, que, muy a nuestro pesar, todavía no hemos visto la luz y no sabemos distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo.
Para eso están ellos, para iluminarnos. Para decidir por nosotros sobre lo que podemos o no podemos hacer, sobre los lugares a los que podemos ir, los museos que podemos visitar, las películas que podemos ver o los actos culturales o políticos a los que podemos asistir.
Esto último es precisamente lo que sucedió hace unos días en la Universidad Complutense de Madrid, en imitación de situaciones muy similares que, con ocasión del procés y su ramaje, tuvieron lugar hace ya un tiempo en varias universidades de la provincia de Barcelona.
El jueves 13 de febrero, la asociación de estudiantes “Libertad sin ira”, como el título de aquella canción del grupo Jarcha, organizó un acto en la universidad en el que iba a participar como ponente un ex dirigente del partido político Vox y que llevaba por título “Nueva etapa y nueva ejecutiva”.
Esto, sin embargo, fue visto como un “acto de fascismo” por otra asociación de estudiantes, cuyos integrantes, renunciando expresamente a la palabra como forma de protesta, decidieron, en palabras de Miguel de Unamuno, “vencer, pero no convencer”. Y haciendo uso de la fuerza bruta, esa que, hace unos años “mutiló España”, impedir el acceso a la universidad a quienes, por una u otra razón, tenían interés en asistir al citado acto.
Mi libertad, sí. La tuya, no. Un lema que llevaban grabado en su pecho y que, por el modo en que tuvo lugar el incidente, bien podría haberse cometido un delito de coacciones del artículo 172 del Código Penal. Ese que castiga “al que, sin estar legítimamente autorizado, impidiere a otro con violencia hacer lo que la ley no prohíbe, o le compeliere a efectuar lo que no quiere, sea justo o injusto”.
Ante el comportamiento represor de los autollamados “antifascistas”, el Rectorado permitió la entrada de la policía en el campus. Pero, “ante la afluencia de personas”, según un comunicado posterior, las autoridades universitarias decidieron cancelar el acto y los agentes regresaron a sus respectivas comisarías.
“En nuestra Facultad -decía el citado comunicado- tiene cabida todo tipo de acto académico que respete estos principios, los valores democráticos y los derechos humanos, y se ajuste a los procedimientos y protocolos establecidos, al igual que, como un ejercicio legítimo de libertad de expresión, también las muestras de diferencia de criterios o disconformidad, siempre que cumplan con estos principios y valores y se realicen de forma pacífica”.
Bonitas palabras que, tras el 13 de febrero, quedaron solo en eso. En bonitas palabras llevadas por el viento.
Estas personas, estos “demócratas”, en resumen, consideran que todos, excepto ellos, carecemos de capacidad de decisión y, por tanto, necesitamos de alguien que nos guíe y nos diga qué debemos hacer y qué no.
Pero ya no nos pueden engañar. La historia nos ha enseñado que ellos no son los salvadores, sino al contrario, los opresores. Y que la única salvación posible pasa necesariamente por la idea de libertad.
Libertad para decidir en cualquier ámbito de la vida. Libertad para formarse, de entre muchas, una opinión. Libertad para cambiarla si lo que escuchamos nos convence. Libertad como base de la sociedad unida siempre al respeto al que piensa diferente y al que, con dignidad, se proclama diferente.
Solo así, le pese a quien le pese, podremos convivir en paz.