Olvidamos las cosas que carecen de sentido y recordamos (para siempre) aquellas que hemos logrado entender por completo; especialmente si, al margen de su formulación abstracta, las encontramos encarnadas en el dolor de los demás. Ninguna idea es más poderosa que un testimonio personal. Para hacerse una idea cabal del cambio de ciclo que se está consumando desde hace algo más de un lustro en la política española, coincidiendo con el súbito ascenso y la posterior degradación del sanchismo, esa mutación (venenosa) de la socialdemocracia, conviene desconfiar de los relatos de corte simplista y sectario –las izquierdas armando un muro frente a las extremas derechas, el bien contra el mal, la virtud celebrando su cruzada frente a los vicios, los ángeles del cielo en pugna con los diablos del infierno– y preguntarse cuál es el animus que nutre la concatenación de decisiones, en apariencia desconectadas entre sí, adoptadas por la suma de las minorías políticas que orbitan alrededor del PSOE –manifestadas como mayoría únicamente en la última investidura– que todavía nos gobiernan (sin poder en realidad, ni gobernarse a sí mismas).
La lista es extensa. En primer lugar tenemos la conquista del poder por vía parlamentaria, un camino que es absolutamente legal pero también muy diferente a recibir el voto directo de las urnas. No dejaremos de recordarlo porque es trascendente: Sánchez no fue el candidato más votado. Sólo fue el designado por unos diputados sin libertad de voto a cambio de transacciones fenicias. En segundo lugar está la entronización del clientelismo a gran escala, practicada por todos los partidos: la compra de voluntades y adhesiones gracias a los presupuestos públicos. En tercer término, otro indicio categórico, aparece la colonización interesada de las instituciones democráticas, convertidas en barricadas de obediencia partidaria y capaces, como evidenció el Tribunal Constitucional con el borrado del caso ERE, de someterse al diktat de la Moncloa sin sentir el más mínimo pudor.
Tampoco deberíamos dejar de lado la traslación estatal del procés: la estigmatización del adversario político, todas las tácticas habituales de la guerra sucia, la manipulación obscena de los medios de comunicación, el desprecio a la ley en favor de la identidad o la extinción del interés general en beneficio de un sentimentalismo egoísta, infantil y perverso. Y más todavía: la reinvención (fenicia) de la Historia. El uso y abuso de la obscena propaganda. La autocracia escondida tras una sonrisa. La conversión de las ideologías en barras bravas.
Todos estos factores, en mayor o menor grado, apuntan a una misma dirección: la sustitución del Régimen del 78, concebido en la Santa Transición, por una España aparentemente federalizante, difusa, asimétrica e insolidaria que no ha votado nadie, además de ser ilegal (mientras no se derogue la Carta Magna) y que se enuncia en función de una perversión absoluta: si para conquistar y conservar del poder debe prescindirse de cualquier principio, o satanizar a medio país, se hacen ambas cosas sin reparos. Incluso con orgullo.
No parece un buen comienzo para construir un nuevo país, aunque probablemente no se pretenda nada de esto, sino diluir el que la Historia nos ha legado. El maquiavélico principio de que el fin justifica los medios está considerado en política una conducta inteligente, aunque sea abiertamente amoral. La forma elegida de salvar esta contradicción por parte de los socialistas y sus volátiles socios parlamentarios es prescindir del juicio ético de sus actos y decisiones.
Así se comprende que promuevan un levantamiento social contra la magistratura y señalen y persigan a los jueces que no se someten a la voluntad gubernamental cuando ésta es contraria a las leyes. Sánchez sabe que no puede adelantar las elecciones generales sin riesgo cierto de caer ni tampoco podría dejar de hacer concesiones –la última que se discute es el control de la inmigración en Cataluña– a los independentistas.
No tiene ninguna garantía de ganar los próximos comicios ni cuenta con la posibilidad de replicar la geometría parlamentaria con la que fue investido presidente. Los nacionalistas libran una dura competición por la hegemonía en sus respectivos territorios: Bildu sigue creciendo a costa de un PNV sumido en su ocaso generacional y Junts, divorciado de ERC, teme perder apoyos por su flanco derecho en favor de Alianza Catalana.
Dentro del PSOE se trabaja ya con la hipótesis de que la derrota electoral es inevitable y diseñan una operación reconquista cuya muestra más palmaria es la obsesión de Moncloa por situar a sus ministros al frente de las distintas federaciones regionales del PSOE, además de agitar ad nauseam del pánico a Vox, cuyos mensajes políticos no difieren en casi nada de algunos de los socios parlamentarios de Sánchez. La hipocresía, al parecer, está justificada según la ganancia.
El peor síntoma de la degradación democrática en España no es el despiste del PP que, siendo oficialmente el partido más votado, pero sin fuerza para gobernar en solitario, es incapaz de articular un frente alternativo al sanchismo, y cuyo líder no termina de entender –a estas alturas del partido– las razones por las que no es, y quizás nunca será, presidente. Tampoco lo es la ventaja política que dan a los ultramontanos de Abascal sus conexiones internacionales, en especial con el nuevo gobierno estadounidense conducido por Trump.
Lo más inquietante es la indiferencia y el hartazgo con los que la ciudadanía contempla este espectáculo diario, similar a un interminable duelo de gladiadores en el Circo Máximo. La desafección por la política en uno de los síntomas de la muerte de las democracias. Comienza con la abstención electoral –que el sistema registra, pero ignora–, prosigue con el aumento del descontento civil y continúa con el descrédito de las instituciones. Su punto de no retorno es la entronización de los populismos asamblearios que se nos presentan con una vaga coartada republicana. No estamos lejos de esta última fase. La estación terminus.