"Ay, ay, ay… ¿Qué es esto?" Ese fue mi único pensamiento tras los primeros minutos de La Noche de los Goya en RTVE Play.
No tenía el placer de conocer a Judit y Henar, las dos presentadoras de la alfombra roja y del cutre bar de colorines donde eran entrevistadas las celebrities. Entre gritos emocionados y espontáneos tacos (“¡hostia, ha llegado!”), Judit anunció la aparición del presidente de España: “Es el más guapo de la gala, el más, más”. Era él, Pedro Sánchez.
El compadreo siguió en el escenario, repartiéndose amor unos y otros, otras y unas, viceversas y viceversos; aquello parecía la fiesta del insti de fin de curso.
Duró el festejo de la Academia de cine unas tres horas y media; qué se puede hacer en tanto tiempo, pues, por ejemplo, agradecer en tres repetidos momentos que allí estaba el presi de la autonomía, el presi de la Diputación, vicepresidentas, ministros, una alcaldesa, al menos…
La más enfocada era la ministra de Hacienda, que aspira a recuperar Andalucía para el socialismo. Se vistió para la ocasión. Iba de gueisa andaluza, con un floreado quimono rojo. Las redes colgaron más memes de ella que de los premiados.
Ya no son invitadas --afortunadamente-- las autoridades eclesiásticas; sin embargo, aún queda en España esta reminiscencia de los súbditos hacia la clase política que paga las subvenciones. Qué seríamos sin las autoridades.
Creo que es un fenómeno único en las galas de premios allende nuestras fronteras. Desde luego no sucede en los Óscar ni en los Bafta.
En el pasado Festival de Cannes, el ausente Macron fue muy criticado por su “excesivo” liberalismo, pero al no estar en la primera fila, ni en ninguna, le dio igual. A los presidentes estadounidenses tampoco se les ha perdido nada en los Óscar.
Tras el macartismo, ese anticomunismo de los 50 provocado por la guerra fría, los americanos aprendieron a no meterse en el cine más que para comer palomitas. Las galas son de las academias y sus miembros, guionistas, actores, productores...
En España, como todos sabemos, el cine es de izquierdas, salvo Garci y algún otro automarginado del séptimo arte. Y así, van saltando a la palestra grandes artistas que, sin embargo, fuera de guión demuestran que tienen poco que decir.
La protagonista de La infiltrada y ganadora del merecido premio a mejor actriz, Carolina Yuste, se sintió obligada a confesar que es “una privilegiada”, porque puede pagar el alquiler de su casa. Luego se apresuró a pedir “una vivienda digna para todas las personas”.
El día de la gala, los actores españoles sueltan la suya y se convierten en activistas. No vaya la gente, la buena gente, a creer que son unos egoístas de clase alta que pasan la vida de fiesta en fiesta, haciendo pelis y brindando con champán y maría.
Y así estaba el ambiente el domingo por la noche, preocupado por el capitalismo, por Trump y por el populismo que ya ha venido. Todos buscaban el populismo en el ojo ajeno, nunca en el patio de butacas.
En el escenario hubo casi todo el tiempo más gente entregando premios que recogiéndolos, pero el guión brilló por su ausencia. También la diversión. Los premiados se hacían los buenos, resaltando el papel de “los compañeros y las compañeras”. Las mujeres artistas hablaban del amor y de sus amigas hasta aburrir.
En medio de tanto tópico, destacó la originalidad de Javier Macipe, director de La estrella azul, que agradeció el premio con una sentida milonga argentina. También valió la pena escuchar a María Luisa Gutiérrez, productora de La infiltrada. Recordó a las víctimas de ETA y habló en defensa de la libertad de expresión.
Un año más pasó y todo sigue igual. El cine español, la cultura entera, es de izquierdas y no hay más que hablar. Hubo tiempos en que el titular del ministerio, que era del PP, aguantaba el chaparrón en solitario. Desde que gobierna Sánchez, el problema de la vivienda parece que no es suyo y el de la inmigración, mucho menos.
Nadie se atreve a criticar al líder, al más guapo. No sería de extrañar que, en la próxima edición, la Academia creara un Goya para el mejor político del año.
La 39 edición de la Gala de la Academia quedó muy por debajo de la calidad del cine que se hace en España. “Somos cómicos”, decía el gran Fernando Fernán Gómez. Pues diviértanse, dejen de llorar y monten un buen espectáculo. Es la fiesta del cine, no la del catastrofismo político.