Una escena habitual durante mis encuentros sociales es ver a mis amigos adultos tomando el sol, hablando por el móvil o alargando tranquilamente la sobremesa con un café mientras yo estoy jugando al escondite o revolcada por el suelo con nuestros hijos.



No sé si lo hago para escaquearme de conversaciones serias y aburridas o porque me apetece, pero lo cierto es que a los niños les gusta jugar conmigo, y a mí con ellos. 

“¿Y antes de tener un hijo eras tan niñera?”, me pregunta mucha gente al descubrir mi escondida faceta de flautista de Hamelin.



No, les respondo. Antes de ser madre solía pensármelo mucho antes de aceptar planes que incluían un montón de retoños a mi alrededor —véase barbacoas, salidas a granjas o a la playa, cumpleaños—, pero, viendo la rapidez con la que que todos mis amigos procreaban, dichos planes fueron cada vez más inevitables, y fui descubriendo que me gustaba, y me sigue gustando, poder volver a jugar con los Playmobil, participar de sus juegos imaginarios, escuchar sus conversaciones naturales y despreocupadas, su curiosidad, su lógica aplastante, su ingenuidad y transparencia a la hora de ver el mundo.



Los niños pueden ponerse intensitos, sí, pero a su lado uno aprende y se hace mejor persona, eso es innegable.  

Nunca he entendido, pues, cuando alguien suelta una frase como “es que a mí no me gustan los niños”, o “a mí solo me gustan los míos y no tengo por qué aguantar a los de los demás”.



Como si los niños, en lugar de seres humanos, fueran un tipo de comida, un bolso, un estilo de música, una película… que puedas decidir prescindir de ellos o no. 

“No cabe duda de que los niños pueden perturbar entornos que de otro modo serían tranquilos, por ejemplo, llorando en el asiento de atrás, en un avión o hablando más alto de lo que las normas sociales considerarían educado. Pero la expresión 'no me gusta' relega a los niños al mismo nivel que los coches o los bolsos, y permite que la gente los descarte como un asunto digno de su preocupación”, reflexiona la periodista Stephanie H. Murray en un artículo reciente en The Atlantic.



Según Murray, al tratar a los niños de mercancías, insinuamos que la responsabilidad recae sola y únicamente en el propietario, justificando a los que dicen que ellos no tienen por qué aguantar a los niños de los demás.



Y lo dicen sin remordimientos de conciencia, porque decir “no me gustan los niños” no se considera políticamente incorrecto, mientras sí lo es decir “no me gusta la gente mayor”, “no me gustan las mujeres”, o cualquier otro grupo de seres humanos que altere su equilibrio interior. 

Murray insiste en que la frase “no me gustan los niños” suele esconder una forma de expresar otras emociones más complejas, por ejemplo, justificar la decisión de no querer ser padres o arrepentirse de haberlo sido.



Sin embargo, también esconde una falta de responsabilidad social, ya que los niños son seres humanos, además de ser el futuro de nuestra sociedad. Por lo tanto, si nos preocupa el futuro de la sociedad, también deben “ocuparnos” y preocuparnos los niños.