Una poderosa mayoría de barceloneses esperaba la llegada del día 1 de febrero. No se trataba de ningún fetichismo sin sentido, ni el aniversario de ninguna creencia medieval.

Era el día marcado en el calendario a partir del cual entraba en vigor la nueva ordenanza que limita la circulación de patinetes y bicicletas a cumplir normas más estrictas. El día D para acabar con la impunidad de esos vehículos sin matrícula y sin obligaciones que hacen feliz a su conductor, pero que atormentan a centenares de conciudadanos por la mala praxis de su conducción.

Desde el pasado sábado ya no pueden circular por las aceras, salvo excepciones, deben ir con casco y cumplir otra serie de prerrogativas. Eso sobre el papel. Claro. Tengamos un punto de condescendencia: la Guardia Urbana todavía no ha tenido ni un día laborable en el que poder actuar, pero los dos primeros días de vida de la nueva norma de conducta ha sido un festival de la omisión de responsabilidades.

Este no es un tema baladí. Forma parte de una norma esencial del comportamiento cívico urbano y hay que poner todos los medios necesarios para que se hagan pagar los excesos, que, por otra parte, se pueden localizar a poco que la Urbana pise la calle.

En cuatro horas de presencia en las calles de la ciudad, el sábado pasado, entre las diez y las dos de la tarde, este cronista pudo apreciar cinco infracciones ya prohibidas en la nueva reglamentación que nadie pudo repeler ante la ausencia total de agentes de la Guardia Urbana.

Habrá muchos más días. Por ejemplo hoy. Pero o el equipo de gobierno del Ayuntamiento de Barcelona se pone las pilas en este asunto y ordena una acción contumaz de la policía local o la directriz del alcalde acabará siendo un mero papel mojado, objeto de la chirigota de todos estos conductores sin control de la ciudad.

Aquí no se trata de alimentar el siempre bien recibido afán recaudatorio por parte de los munícipes, sino de sentar las bases de un modelo de cumplimiento de civismo que hasta ahora ha sido bienintencionado pero poco eficaz.

A esta ciudad se la obligó a dar un acelerón en materia de la persecución del incivismo a mediados de la primera década del siglo XXI. La prensa y la presión ciudadana empujaron las medidas que acabaron conformando la primera ordenanza de civismo en un momento en el que la ciudad se veía envuelta en un cierto descontrol que alteraba la vida ciudadana.

Eran momentos de tensión, pero aquella Barcelona no sufría más actos incívicos de los que se viven ahora en sus calles.

Por ello, frenar en seco los desmanes es importante. La circulación desaprensiva de patinetes y bicicletas, cuyos conductores han creído que las normas de la ciudad son tan escasas como las que cumplían los pioneros en el lejano Oeste, debe acabar. Y sólo se conseguirá con compromiso político y con una acción firme de sanciones que sacudan el bolsillo de los infractores.