Hace sólo seis días, cuando el Napoleoncito de Waterloo dijo que todos los pensionistas que viven en Cataluña “deberían cobrar más que cualquier otro jubilado” con el argumento de que vivir en el resto de España es “más barato”, ya podía atisbarse que, al final, habría un acuerdo, aunque fuera vergonzante, para sacar adelante el decreto ómnibus que la inexistente mayoría del Gobierno presentó –sin éxito pero con regocijo– en el Congreso. La afirmación de Puigdemont ilustra sobre cuál es la catadura moral de los socios del PSOE y Lo que Queda de Sumar, que son quienes (todavía) sostienen a Sánchez en la Moncloa y, dadas las circunstancias, condicionan la política española.

Que sea un prófugo de la justicia –esto es: un perfecto cobarde– hace tiempo que ha dejado de ser alarmante. En el fondo, nuestra clase política ha descontado para siempre este elemento capital, cegada por la aritmética formal de las mayorías (que no gobiernan) y las minorías (incapaces de hacerlo). 

Lo escandaloso es que Junts, ERC y el PSC, aunque éste actúe por la vía suave, con las generosas y habituales dosis de vaselina, piensen que el fet diferencial puede justificar cualquier cosa, en especial los privilegios que buscan, igual que si fueran una droga, los independentistas, a quienes les da tanto o más placer despreciar los derechos ajenos que defender su distopía.

No se conoce –todavía, pero todo se andará– razón alguna para calcular las pensiones en función del coste de la vida de un determinado territorio. Todas se asignan siguiendo presuntos criterios de igualdad y se revalorizan en idéntica medida.Las pensiones, como sabemos aquellos que poco a poco nos acercamos a la edad de merecer, dependen de las cotizaciones sociales pagadas de forma individual a lo largo de toda una vida laboral. Se calculan, no siempre de forma justa, en función de los reglamentos legalmente vigentes en cada instante.

No están pues garantizadas ad aeternum: para pagarlas es necesario contar con un número suficiente de cotizantes, un caudal de ingresos garantizado  –no sucede en España– o, en su defecto, partidas presupuestarias específicas de gasto social. En teoría, todos pagamos las pensiones de todos. En la práctica, esto no es así, aunque desde las instituciones se alimente esta ficción para garantizar una cierta pax social. 

Junts, en cambio, defiende una política social de corte desigual que además enuncia en paralelo al concierto catalán, que busca apropiarse de los recursos fiscales colectivos en beneficio exclusivo de un grupo. Del episodio cabe extraer dos conclusiones. La primera es la facilidad con la que en la política española se ha instalado la invariante asimétrica, merced a la cual una minoría concreta de la población (en función de cuál sea su procedencia o su ideología) defiende abiertamente el vasallaje del resto. 

Todo lo que Junts, ERC y el PSC reclaman, o están dispuestos a negociar con el Gobierno, y éste a concederles para no caer, discurre en esta dirección, que es abiertamente inconstitucional. La izquierda lo llama pluralidad, pero se trata de una rendición fenicia. Incluso podría considerarse alta traición, pues perjudica el interés general del país en beneficio de un afán egoísta y particular. 

Puigdemont ejerce en todo esto como árbitro y como parte, sin que nadie le haya votado. Lo ha demostrado al salirse con la suya y obligar a Sánchez a desdecirse frente a un patio de butacas lleno. Sánchez ha tenido que trocear el decreto y admitir que se debata y se vote en la cámara legislativa una competencia que es únicamente suya. La moción de confianza, aunque sea in absentia, no puede ser ignorada. ¿Qué sucederá si el Parlamento decide que el presidente es indigno de su confianza? Legalmente, nada. En términos políticos, todo. 

Basta acudir a la Historia, madre y maestra, para comprenderlo. Los reyes antiguos lo eran no por tener súbditos, sino por no ser, a su vez, vasallos de otros monarcas. El PSOE depende de Junts, que no podía bloquear las pensiones: su parroquia, cuya media de edad es notable, hubiera dejado de ser privilegiada, además de recibir menos rentas públicas. La marcha atrás de la Moncloa, que no es la primera ni será la última del rosario de humillaciones que se avecina, demuestra que la infantil campaña de propaganda del Gobierno –alimentada por sus bufones y los sindicatos, ya abiertamente verticales– no tenía recorrido. Los tracking electorales han dictado sentencia. La idea ha sido un absoluto Epic fail. 

La responsabilidad de la congelación de las pensiones, igual que el efecto electoral positivo que se asocia a su incremento, en un lectura indudablemente clientelar, porque un derecho nunca es un acto de gracia, siempre ha sido un monopolio político del Gobierno de turno. De cualquier de ellos.

El relato de culpar a la oposición –por supuesto, de derechas– de una incapacidad que sólo es del presidente no es un cuento verosímil. Y va a tener consecuencias funestas para los propios intereses electorales del PSOE y de Sumar. Todo el mundo ha visto que Sánchez es capaz de jugar al póker con la pensión de los abuelos. Ahora está atado al mástil del barco. Pero ni es Ulises ni los independentistas son las sirenas de la Odisea. 

La estampa es otra. bastante más cruda: un presidente sin dignidad, que quiere chulear a todo el mundo, apoyado por vaporosos izquierdistas de salón y moqueta, entregado sin rubor a los delirios del dogmatismo insolidario, que se presta a fanfarronear y a celebrar una timba con las pensiones. Rehacer el decreto es una derrota en toda regla. A plena luz del día y ante los ojos de todos.

Nadie cree ya en Sánchez. Salvo los que cobran de su fe. Y mucho menos los pensionistas, que han visto el amor verdadero que les profesa. El PP anuncia que apoyará el nuevo decreto. Quizás ya no sería necesario presentar la moción de confianza. Pero Puigdemont, César por azar, no va a perderse el espectáculo que se celebra en el Circo Máximo. Sea.