En las grandes ciudades, como Barcelona, tan importante es luchar por proyectos de enjundia como luego ser capaz de mantenerlos. Durante años, en la capital catalana se vivió con enorme intensidad la reclamación de contar con un transporte suburbano que durara toda la noche, que tuviera mayor abanico horario de servicio al ciudadano. Y se consiguió. Del sábado de madrugada hasta la medianoche del domingo, el metro no para.

Años después de ese logro nos encontramos con un servicio que cubre muchas horas, que llega a más lugares que nunca, pero en el que el miedo se ha instalado en el viajero. El salvaje ataque la pasada semana a varios vigilantes privados del metro -uno de ellos ha perdido la visión de un ojo- sirve como escaparate de un servicio público que funciona pero que no sirve si no se garantiza la seguridad. El problema es global en toda la ciudad, y el metro, en especial a horas poco transitadas, no es una excepción.

El ataque de unos vándalos a los vigilantes, o las peleas entre pasajeros, no son un hecho aislado, nada que pueda servir a aquellos que siempre quieren rebajar los problemas que tiene la ciudad. Es una complicación de primera fila que en el transporte suburbano puede adquirir tintes dramáticos cuando la violencia ocurre sin la vigilancia necesaria y con castigos poco ejemplares.

El comportamiento de esas tribus urbanas que, por ser unos delincuentes, unos chalados o unos salvajes, exhiben cada vez más una violencia más atroz no son repelidos con la contundencia necesaria. Que nadie piense que esta opinión va dirigida a la capacidad del equipo de vigilancia privada del metro. Hacen lo que pueden. El problema es que tal y como están las cosas hace falta algo más. Más visibilidad de la vigilancia, más presencia de agentes privados y, por supuesto, públicos. La policía, Mossos o Guardia Urbana, tienen que patrullar en el metro con intensidad. 

Y ustedes dirán, ¿pero cómo van a vigilar en el metro si no se les ve por las calles?  Cierto. Pues se les tiene que ver. La plantilla de Mossos y de la Urbana está adquiriendo ya unos números que permiten exigir más eficacia.

Para conseguirlo hacen falta, en otras cosas, dos cuestiones: más agentes en las calles, menos en los despachos y más voluntad política de actuación sin contemplaciones. Añadamos una tercera que también es fundamental: más penas judiciales para estos energúmenos. Al igual que los robos callejeros se paliarían con una ley que retirara de la circulación a los multirreincidentes, las agresiones en el metro -o en cualquier otro sistema de transporte- se aliviaría si por ejemplo los detenidos por el último ataque tuvieran unas consecuencias que los metiera en la sombra una larguísima temporada.

Ahora los vigilantes empezarán a usar el spray pimienta. Bien, pero tarde. Al salvajismo hay que responderlo con elementos proporcionados. O sea, sin tonterías.