Hace unos días, navegando por la inmensidad de X, me topé con un tuit que decía algo así como: “¿Por qué tengo que pagar la pensión de los mayores, si nunca voy a tener la mía?”. Un famoso profesor y conferenciante venía a exponer algo parecido que había oído a unas personas.
La frase, rotunda y cargada de hastío, condensaba el malestar que muchos jóvenes parecen sentir hacia el sistema de pensiones actual. Un malestar que, aunque expresado con frivolidad, invita a una reflexión seria y que cala en ciertas personas.
Durante décadas, el pacto intergeneracional ha sido la base del sistema de pensiones: los trabajadores activos contribuyen para garantizar los ingresos de los jubilados, con la confianza de que la siguiente generación hará lo mismo por ellos.
Este principio, teóricamente solidario, se tambalea en un contexto donde los jóvenes perciben el futuro como un terreno muy incierto y en donde los salarios han bajado y existen unos trabajos poco cualificados.
Un reciente informe del Banco de España señala que la tasa de reposición —el porcentaje del salario que se recibe como pensión— podría reducirse considerablemente en las próximas décadas.
Añadamos a esto el aumento de la esperanza de vida, la baja natalidad y un mercado laboral precario, y encontramos una tormenta perfecta: los jóvenes sienten que cotizan en un esquema que puede desmoronarse antes de que lleguen a jubilarse y que ellos no disfrutaron. Yo le pregunto a mis hijos, familiares y alumnos y vienen a decir eso.
Además, los milenials y la Generación Z ya arrastran el peso de crisis sucesivas que han golpeado sus trayectorias laborales. Una recesión tras otra ha instaurado el empleo temporal, los bajos salarios y la incertidumbre como norma.
Para muchos de ellos, pensar en el retiro es un lujo; el presente absorbe todas sus energías. Esta percepción contrasta, en algunos casos, con la imagen que tienen de sus padres o abuelos: generaciones que lograron estabilidad laboral, compraron viviendas y accedieron a pensiones consideradas dignas.
Este desencuentro, aunque muy simplista y de foto fija, alimenta una narrativa de agravio. Y está calando.
No obstante, a pesar de los nubarrones que ciernen el sistema no debemos caer en la trampa de enfrentar a generaciones. Tal y como lo plantea la juventud, no parece ser la respuesta. Si aceptamos esta respuesta en las pensiones, la podemos aceptar en muchas cosas. La responsabilidad de sostener a los jubilados no es un capricho; es el reflejo de un compromiso social.
Con las pensiones, aparte de las políticas que se establezcan, podemos hacer cuatro cosas: quitarlas, con lo que se acabó el problema aunque, como digo, no parece la solución; subirlas, que no hay dinero para hacerlo y agudiza el agravio; dejarlas igual, que no parece que se esté muy por la labor, siendo el mercado de las pensiones tan jugoso a efectos de voto; o bajarlas, que tampoco lo veo yo y que sería cuestión de agravios.
Cualquier cosa que se haga tiene costes electorales.
Algún día habrá que sentarse a hablar, por más que se retrase la cosa. Pero también es cierto que las instituciones deben reconstruir la confianza perdida. La falta de reformas claras, así como la sensación de que el sistema premia más al presente que al futuro, alimentan el cinismo de los jóvenes.
La clave está en fomentar un debate serio y responsable sobre cómo garantizar un sistema sostenible, se escoja la opción que se escoja. Esto incluye revisar los modelos de cotización, promover empleos de calidad y garantizar que los recursos no sean malgastados.
Mientras tanto, es necesario recordar que, aunque el descontento juvenil pueda tener una base racional, el pacto social que une a las generaciones es también una cuestión de humanidad. La pregunta no debería ser “¿por qué pagar las pensiones de otros?”, sino “¿cómo construir un sistema justo para todos?”.
Tal vez sea el momento de que jóvenes y mayores dejemos de mirarnos como rivales en este campo en un juego de suma cero y comencemos a reconocernos como aliados en una causa común: el derecho a una vida digna, hoy y mañana.