El pensamiento liberal en su formulación política y económica ha tenido y tiene una gran relevancia en la configuración de nuestras sociedades desde el siglo XVIII.
La defensa de las libertades individuales, de la igualdad ante la ley, de Gobiernos limitados (controlados para evitar las tiranías y proteger las libertades individuales), de una economía de mercado y de la separación de poderes han sido los ejes vertebradores de un relato político que ha tenido y tiene un gran impacto en el mundo, y que han sido acogidos y adoptados también en otros ámbitos del pensamiento político.
Los relatos socialcristianos y socialdemócratas del siglo XX son buenos ejemplos. Pero, como todos los buenos relatos, tienen sus imperfecciones, y en algunos casos manifiestas deficiencias que generan relatos de contrarréplica. Como después constatamos.
En el siglo XX, después de los errores y horrores de dos guerras mundiales, se apuesta por una economía donde el sector público sea el motor de la reconstrucción, especialmente de Europa, pero también de los países del llamado bloque occidental, impulsando lo que ha venido a llamarse el Estado del bienestar, la política económica keynesiana, y una educación, sanidad e infraestructuras para el conjunto de la ciudadanía.
Pero para ese menester hacía falta una política fiscal que permitiera recaudar lo que después se convertía en el llamado salario social. Sin embargo, este recorrido se cortocircuita con la crisis del petróleo de 1973 y 1979.
La llamada estanflación, crecimiento cuasi cero y alta inflación, provoca que el Estado no puede asumir todos los costes e incrementar los impuestos genera un cansancio y hastío en muchos segmentos de la población, especialmente en las emergentes clases medias europeas.
Las huelgas de la minería en Inglaterra y de la aviación en EEUU, las victorias de M. Thatcher y R. Reagan, validan una nueva versión del liberalismo, el llamado neoliberalismo, que acentúa las tesis fundamentales de la libertad del individuo, pero añadiendo un componente importante en el nuevo pensamiento: la necesidad de reducir el tamaño y peso del Estado en la economía.
El ejemplo más claro es la privatización de muchas empresas hasta entonces públicas (automoción, energía, infraestructuras) para reducir el coste de muchas de esas empresas en los presupuestos públicos.
Reagan y Thatcher son los adalides de esta política, que ha tenido una gran transcendencia económica.
La privatización de empresas y reducción de impuestos es el leitmotiv, provocando la desaparición de miles de puestos de trabajo, echando por tierra, en un abrir y cerrar los ojos, el objetivo del pleno empleo, eje de las políticas sociales pos segunda guerra mundial.
El resultado es un ajuste estructural de la economía. Para las fábricas, el mercado era el mundo, el mercado era global y trasnacional. La deslocalización en la producción era un objetivo deseado. El llamado mundo occidental vivió un declive de las manufacturas y el auge del sector servicios. La City de Londres y Wall Street eran los nuevos faros de la economía.
En este proceso de financiación de la economía, los bancos eran los actores clave en el crecimiento económico.
España, en los años 80, que justo se estaba abriendo al mundo y a las libertades, lo vivió sin anestesia, sin tener un mínimo del llamado Estado del bienestar que sí disponían otros países europeos.
En Cataluña, Euskadi, Asturias y Valencia, entre otras regiones, lo vivieron con amarga intensidad debido al cierre de muchas empresas del sector textil, altos hornos y minería, que obligaron a dejar a muchas personas sin trabajo, y teniendo que hacer frente a un proceso de reestructuración económica duro.
El resultado de esta reestructuración dio lugar a una crisis de la deuda pública y privada y a un auge de las desigualdades por la disminución del Estado del bienestar, fruto de la reducción del gasto social.
Un relato que podría parecer actual, pero que arranca hace más de 40 años, y que como todas las cosas tiene segundas derivadas.
El exceso de desregulación financiera nos llevó a la crisis de las famosas subprime del 2007-08, que en España nos afectó aún más por la crisis de la construcción y la deuda de la banca. La crisis de la llamada deuda soberana, que nos bloqueó casi una década de crecimiento.
La traslación de la manufactura a países asiáticos antes citada durante los años 80 y 90 nos llevó a constatar durante el Covid que habíamos perdido la capacidad de autoproducción, a la falta de autoabastecimiento de materias esenciales.
El colapso de un mercante en el canal de Suez fue un ejemplo de la debilidad de Europa y de su renuncia a la autosuficiencia.
EEUU, que no quiere perder su hegemonía mundial, ha mutado su eje económico del automóvil (Detroit) a la tecnología (Silicon Valley), sin perder de vista la fuerza de la industria armamentística, que fue, es y será determinante en el desarrollo y la transformación de la economía americana.
Sus contratos son claves para entender los procesos de innovación que posteriormente aparecen en el uso civil. La gran fuerza de EEUU es su adaptabilidad a las necesidades y realidades. ¡Sus principios son “marxistas”!: “¡Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros!”, ¡dijo Groucho Marx!
“El libre comercio sí, pero con aranceles que me beneficien, también”. Haríamos bien en Europa en no mirar con soberbia y autosuficiencia hacia EEUU.
La nueva alianza americana basada en el nuevo poder tecnológico, con sus instrumentos operativos en manos de Musk, y un poder político duro y excluyente, en manos del presidente Trump, pone en cuestión los viejos paradigmas sociales sobre libertad y justicia social.
Se está mutando de un liberalismo social a una ideología anarco-liberal-capitalista: “O conmigo o contra mí”, representando el American First customizado, haciendo valer frases como “Quién me tiene que decir lo que tengo que hacer”, “El Estado solo es útil si me da lo que quiero”, etcétera. Algunos lo pueden decir y hacer; otros muchos no.
Europa vive muy bien desde hace muchos años, pero si queremos mantener nuestro nivel de vida tendremos que entender y saber relacionarnos con ese nuevo sistema liberal-conservador mutante.
En su día, mucha gente se rio de Reagan y Thatcher, se hicieron caricaturas desde muchos sectores sociales, pero su ideología y sistema económico tomó fuerza y se fue implantando. Ahora Europa tiene que lidiar con los personajes centrales de la novela actual: Trump y Musk.
En el nuevo modelo económico que se quiere impulsar, la llamada economía turbotecnológica, se dan muchas contradicciones en relación con la inmigración, cambio climático, orden social, reindustrialización, autosuficiencia alimentaria, salud, energía…
Las recetas que se ofrecen en muchos países europeos en consonancia con las propuestas que surgen del otro lado del Atlántico nos deben hacer reflexionar, ya que a menudo tenemos debates interesantes, pero no sé si prioritaritos, y nos olvidamos por dónde va el río del mundo.
Todos los debates son importantes, sí, pero ojo con olvidarnos de lo esencial, el ciudadano, a quien curiosamente fruto de ese antiguo relato neoliberal de internacionalizar la economía y de deslocalizar, le cerraron su empresa y perdió su empleo y ni los Gobiernos moderados de izquierda ni de derecha han sabido y podido ayudar.
Los viejos discursos ya no sirven y ahora viene una nueva oleada que, para remachar el clavo, aquellos países a los que deslocalizamos nuestra producción ahora nos la venden a nosotros, supuestamente más barata.
¡Es el mundo al revés! Ahora ya no queremos economía global, ahora se quiere regular mediante aranceles para “los malos”. Aun así, la receta continúa siendo menos Estado y más desregularización.
Europa debe reformular su gobernanza si quiere subsistir en esta nueva deriva neoliberal con sesgos sociales totalmente excluyentes. Deberíamos tener mucha economía de mirada larga y también mucha empatía social.