Hay quien piensa que desde que la tecnología ha cambiado, presuntamente para siempre, el paradigma cultural tradicional, basado en la lectura y en la escritura, sustituyéndolo primero por una sucesión infinita de sonidos e imágenes (gracias a la invención de la radio, el cine y, sobre todo, la televisión), y reemplazándolo después por la civilización digital, la jerarquía de los géneros literarios tradicionales, que Aristóteles clasifica en su Poética distinguiendo entre los nobles –epopeya, tragedia y lírica– el resto, ha pasado, sin remedio, a mejor vida.
Primero hubo quien creyó –es el caso del viejo Borges– que el nuevo género de su tiempo debía ser la literatura fantástica, considerada, a su juicio, como una rama más de la venerable metafísica. La instauración del dogma científico desveló otra cosa distinta: serían el empirismo, que es el estudio de lo concreto, y el materialismo, sobre todo en su vertiente política, como antídoto del idealismo, los que configurarían durante varias décadas el pensamiento y los hábitos de las sociedades occidentales.
Internet y su derivación robótica –la famosa Inteligencia Artificial, recién alumbrada para uso doméstico– anuncian otro nuevo giro en la rueda: la vieja noción de realidad ha sido desmontada en favor de la súbita entronización de la ciencia-ficción como nuevo patrón realista, capaz de describir muchos de los sucesos de cada día. Las posibilidades que ofrece la tecnología, un rostro brillante con su inevitable envés, puesto que, igual que el dios Jano, tiene una cara oscura en términos sociales y políticos, ha logrado que todo aquello que antes considerábamos meros augurios y fábulas futuristas se conviertan en evidencias y certezas.
Ya existen los robots capaces de convivir en pareja con nosotros. Los algoritmos prescriben nuestros gustos. Las bases de acumulación y venta de datos personales clasifican todo lo que somos o, al menos, fingimos ser. El mundo camina hacia una época en la que la privacidad es una quimera y absolutamente todo, desde nuestras enfermedades a nuestras frustraciones, pueden ser objeto de una transacción mercantil. Eso es el capitalismo digital.
Pero, como la Historia no es una línea recta, sino un río generoso en meandros, este futuro que hace apenas cuatro o cinco décadas parecía una figuración, viene acompañado de signos que hacen pensar que el género que mejor describirá este momento no es nuevo, sino ancestral: la literatura apocalíptica, que floreció en la cultura hebrea y cristiana en el periodo helenístico y romano. Sequías e inundaciones. Gotas frías. Energía escasa. Carestía o encarecimiento de los alimentos básicos. Las lluvias torrenciales que destrozaron hace unos meses Valencia o el fuego bíblico que ha incendiado estos días sin contemplación la ciudad de Los Ángeles, la segunda urbe más rica de Estados Unidos y, según su mitología, la fábrica de sueños de la civilización occidental, también forman parte de nuestra extraña actualidad.
¿Las pavorosas imágenes del Armagedón de California deben entenderse como un símbolo o como una alegoría? Colinas en llamas. Barrios y suburbios consumidos por el fuego. Las propiedades y las mansiones de algunas de las grandes fortunas de Occidente reducidas a cenizas. Hay quien ve en esta tragedia los efectos inmisericordes del cambio climático. Otros juzgan la devastación como una advertencia evangélica: la Naturaleza, que es el único Dios de cuya existencia tenemos certeza, nos está diciendo, en un lenguaje rotundo y crudo que, aunque pensemos y proclamemos lo contrario, no dominamos el mundo y basta con acelerar un poco la velocidad del viento del desierto para que una hoguera destruya toda la estabilidad (ficticia) de nuestra civilización, recordándonos que somos seres mortales.
El fenómeno también tiene una lectura política: las viejas democracias liberales, hasta ahora el sistema de gobierno que mayor prosperidad ha permitido, viven un proceso de involución que muestra el sendero que conduce hacia las nuevas autocracias plebiscitarias, donde aún se tolerará el voto pero cuyos resultados pueden ser mediatizados, y en muchos casos manipulados, con herramientas tecnológicas como las redes sociales, capaces de crear una narración alternativa de las cosas que acaba irrumpiendo en la realidad.
Las campanas de eco suenan en el ciberespacio, pero retumban en nuestros oídos. Se cumple entonces una vieja ley: la gente no actúa según la verdad. Lo hace en función de lo que cree ver y aquello que piensa (o le hacen pensar) que pasa, lo que implica que quien controle el mercado de las ideas –ahora en manos de determinados gobiernos y de las grandes empresas tecnológicas– puede dominar perfectamente el mundo sin rendir cuentas a nadie. Entre otras cosas porque el mundo no es sino la suma de nuestras creencias, miedos y esperanzas.
Éste es el mensaje (actualizado) de la literatura apocalíptica: revelarnos que todo lo que se nos antojaba como hechos perfectamente naturales –la democracia, la prosperidad, la realidad misma– no son más que convenciones pasajeras. Las noticias se han convertido en pesadillas. Las ideologías ya se asemejan a las visiones de los teólogos. Y cada hecho de nuestra vida parece un indicio, una advertencia, el augurio de una calamidad venidera. Quizás la existencia siempre haya sido así y vivíamos dentro de un espejismo. Quién sabe.
Lo cierto es que la Biblia vuelve a ser el mejor libro de cabecera de esta nueva Edad Media con ordenadores, teléfonos móviles y relojes digitales. Pareciera que los sueños de progreso de hace unas cuantas décadas hubieran sido reemplazados por lo que los griegos llamaban eschatos: la escatología del final de los tiempos. El instante en el que el Dios ancestral, que no era sino su forma de personificar la Naturaleza, vuelve para cobrarse justicia.
Hemos olvidado cómo distinguir los libros canónicos de los heréticos y la autoridad divina, que es la que se hacía presente a través de la revelación –éste es significado del término apokálypsis–, ahora es un robot. Terence Kemp McKenna, uno de los últimos chamanes, lo resumió así: “Estamos enjaulados por nuestra programación cultural. La cultura es una alucinación masiva y, cuando uno sale de la alucinación, la ve tal como es”. Los Ángeles arden, las democracias liberales anuncian su canto del cisne y el periodismo es la nueva literatura del Apocalipsis. Tengan cuidado ahí afuera.