La delincuencia es un fenómeno que nada tiene que ver con el origen nacional de las personas. Un español no delinque más o menos que un extranjero y estos tampoco son más o menos delincuentes en función del país en que hayan nacido.

No existe, pues, una escala de países generadores de malhechores y, por tanto, ninguno ocupa el primer o el segundo puesto.

Pero, si bien esto no admite discusión, a no ser que nos enfrentemos dialécticamente con un fanático nacionalista, excluyente por definición, en cuyo caso es mejor darse la vuelta, tampoco podemos taparnos los ojos y negar la realidad.

Aquella que vemos todos los días quienes nos dedicamos al derecho penal y que, además, ha sido objetivada por las bases de datos policiales, judiciales y penitenciarias

En España y, particularmente, en Cataluña, los delincuentes de origen extranjero son cada vez más numerosos. En concreto, como ya expuse hace unos meses en esta columna, según los estudios realizados por el Consejo General del Poder Judicial y extraídos de su web, a diciembre de 2023, los extranjeros representaban el 50% de los presos internados en las prisiones de nuestra comunidad autónoma

Muchos de ellos, además, carentes de permiso de residencia y habiendo ingresado en nuestro país de forma ilegal. Es decir, sin ningún control previo de la persona en cuestión y, lógicamente, sin comprobar sus antecedentes penales en su país de origen.

La culpa, sin duda, es de nuestra política migratoria. Demasiado laxa, ya que, salvo en los casos más flagrantes, que suelen coincidir con los momentos en que los medios de comunicación sacan a relucir el problema, permanece en stand by y no ofrece ninguna solución a la ciudadanía.

En cualquier caso, en tanto no se regule debidamente la cuestión migratoria, el Código Penal, en su artículo 89, contiene un mecanismo para acordar la expulsión de los extranjeros que hayan cometido delitos en nuestro país.

A saber, el apartado primero de este precepto señala, con carácter imperativo, que “las penas de prisión de más de un año impuestas a un ciudadano extranjero serán sustituidas por su expulsión del territorio español”. Aunque el juez, excepcionalmente, “cuando resulte necesario para asegurar la defensa del orden jurídico y restablecer la confianza en la vigencia de la norma infringida por el delito, podrá acordar la ejecución de una parte de la pena que no podrá ser superior a dos tercios de su extensión, y la sustitución del resto por la expulsión del penado del territorio español”.

Una previsión que, pese a su indudable utilidad para reducir la población reclusa extranjera y evitar que, cumplidas las penas, los delincuentes foráneos puedan volver a delinquir, se aplica en contadas ocasiones por los juzgados y tribunales españoles.

Fundamentalmente, debido a la interpretación que suele darse a lo establecido en el apartado cuatro del mismo artículo, según el cual “no procederá la sustitución cuando, a la vista de las circunstancias del hecho y las personales del autor, en particular su arraigo en España, la expulsión resulte desproporcionada”.

Y es que, para justificar el arraigo, en muchos casos se hace mención únicamente a las circunstancias que rodean a la estancia del extranjero delincuente en el territorio español.

Por ejemplo, si tiene trabajo, si es arrendatario de una vivienda, si está empadronado o si tiene familia en España. Unos datos que, si bien acreditan una cierta vinculación con el país en el que residen, pueden no tener relación alguna con su integración en éste. Porque, como resulta obvio, una persona puede residir, contraer matrimonio y engendrar hijos en un lugar regido por unas normas que ni cumple ni desea cumplir.

La integración requiere, desde mi punto de vista, el respeto al ordenamiento jurídico del país de acogida. Y, en la medida en que la comisión de un delito implica el desprecio por dicho ordenamiento y por el orden social, el mero proceder criminal debería implicar, per se, la consideración de la persona en cuestión como no integrada y, en consecuencia, como carente de arraigo.

Porque el delito es revelador de que el delincuente siente un desapego por la sociedad y carece de compromiso social. Es igualmente indicativo de que el delincuente tan solo desea aprovecharse de forma ilegítima de la sociedad y del sistema.

En esta situación, por tanto, no puede entenderse que haya arraigo. Aunque se acrediten circunstancias como las antes mencionadas. De modo que, salvo que concurran situaciones excepcionales, tales como una guerra en su país de origen o que el delincuente tenga reconocida la condición de asilado, debería procederse a su expulsión del territorio nacional.

En resumen, tal vez sea necesaria una reforma del artículo 89 del Código Penal o, simplemente, una nueva interpretación jurisprudencial.