Una década atrás, muchos vaticinaban la muerte del PSC y otros ya cantaban la misa de réquiem.
El inicio del procés le sentó muy mal, y algunos cargos destacados durante la etapa del tripartito en la Generalitat, que se contagiaron de la fiebre soberanista, abandonaron el partido.
Los malos resultados en las europeas del 2014 forzaron la dimisión del federalista Pere Navarro como primer secretario.
La travesía en el desierto siguió bajo el liderazgo de Miquel Iceta, hábil en capear tempestades sin perder el buen humor.
Se produjo una diáspora de cargos hacia otras formaciones, algunas fundadas como paso intermedio para acabar en ERC, en los Comunes, o en el puigdemontismo.
No fue suficiente con el fracaso del procés en 2017 para que el PSC resurgiera. Tuvo que naufragar también Ciutadans, y que Pedro Sánchez volviera a hacerse con las riendas del PSOE y del Gobierno de España para que en Cataluña la marca socialista empezara a levantar el vuelo.
Diez años más tarde, el PSC dirigido por Salvador Illa ostenta casi todo el poder institucional. Nunca había gobernado en solitario la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona, ni juntos ni por separado, además de seguir presidiendo la diputación provincial más importante de España, y casi todas las alcaldías relevantes.
Jamás en su historia, ni en los mejores momentos con Pasqual Maragall, había acumulado tanto poder.
Ahora bien, ese enorme músculo institucional no equivale a hegemonía, solo hay que ver TV3 o escuchar RAC1, pues se trata de un poder blando cuya mayor virtud es no hacer enemigos, contentar a todos, haciendo suyo su programa a cambio de los imprescindibles votos.
Simbólicamente, no dispone de un programa propio, pues practica una suma de rituales.
Illa, por ejemplo, no se desmarca de los cansinos homenajes nacionalistas hacia las figuras de Lluís Companys y Francesc Macià, pero acude también sin despeinarse al desfile de la Hispanidad, o envía a su consejera de Interior, Núria Parlon, a la Pascua Militar.
En lugar de llevar a cabo una estrategia de defensa y contrataque frente a las críticas de los rivales, el PSC se ha especializado en no responder directamente y ofrecer siempre dulces a los contrarios.
Los socialistas catalanes llevan años aplicando alguna enseñanza de Confucio, o de algún otro sabio oriental, para desarmar a sus enemigos.
Recuerdo a Iceta diciendo sobre Quim Torra, en momentos particularmente delirantes de su presidencia, que “es un tipo a quien te entran ganas de invitarlo a cenar”.
Illa no llega a tanto, es mucho más contenido en sus expresiones, tanto de afecto como de desagrado, pero es igualmente incapaz de espantar, ya no digo matar, a una mosca cojonera.
A los políticos hay que juzgarles por sus resultados, y por ahora al PSC la estrategia de no hacer enemigos le está yendo bien, incluyendo un exceso de beatificación mediática de la figura de Illa.
En este 2025 se le plantea el reto de dejar atrás el proceso de escucha, y pasar a los hechos. Pero para eso necesita aprobar presupuestos, básicamente que la ERC capitaneada nuevamente por Oriol Junqueras le deje gobernar con algo de alegría.
A priori no parece muy difícil. En cualquier caso, nada que ver con la misión casi imposible de Sánchez en el Congreso. Pero Junqueras es retorcido, calculador, y puede pasarse meses dando largas mientras deshoja la margarita.
Por encima de todo, su objetivo es evitar que ese poder blando del PSC, amable por carácter y servil ahora por necesidad, se convierta en hegemónico.