Las tres aseguradoras de salud que hasta la fecha prestaban servicio a las mutualidades de funcionarios dijeron no a los precios que ofrecía el Gobierno el pasado 5 de noviembre.
Al quedar desierto el concurso, el Gobierno subió lo ofertado por asegurado y, de momento, dos de las tres aseguradoras ya han comunicado que la subida sigue siendo insuficiente, quedando aún por ver qué dice la tercera, quien tiene plazo hasta el 15 de enero para decidir si se presenta o no.
En cualquier caso la aseguradora que aún no se ha pronunciado debería hacer un gran esfuerzo de gestión para absorber a todos los funcionarios.
El foco ahora está en las tres aseguradoras que todavía prestan este servicio, pero nos olvidamos de que en España hay 64 aseguradoras de salud que, si bien no todas tienen ni el tamaño ni la cobertura geográfica suficiente, hay al menos otras cuatro o cinco que podrían presentarse al concurso sin problemas de capacidad ni técnica ni operativa.
De esta manera, no tres, sino al menos ocho aseguradoras han dicho que no a asegurar a más de 1,7 millones de personas, de manera explícita o implícita.
¿Por qué renuncian a un aparentemente suculento negocio? Porque como han demostrado las tres aseguradoras que hoy prestan el servicio a las mutualidades, con los precios del concurso se pierde dinero, mucho dinero.
Según cálculos hechos públicos, un afiliado a la seguridad social le cuesta al Estado 1.674 euros por año, y subiendo, y hasta la fecha pagaban a las aseguradoras 1.020 por prestar igual servicio.
Por mucho más eficientes que sean las aseguradoras, que lo son, gran parte de ese diferencial iba a costa de sus propios resultados, haciendo que este segmento de negocio fuese ruinoso. Y por eso unas salieron hace años (como Sanitas en 2014 y Mapfre en 2009) y las que quedaban han puesto finalmente pie en pared.
Más allá del origen del problema de los costes de Muface, envejecimiento de la población asegurada e incremento de los costes de las prestaciones, lo interesante es que varias compañías privadas han dicho no a unas malas condiciones del Estado. Ojalá se hiciese lo mismo en todos los sectores y el Estado comenzase a pagar bien los servicios que presta y, sobre todo, a comprar mejor.
Se confunde burocracia y procesos poco eficientes con transparencia y buenas prácticas. Periódicamente vemos escándalos de corrupción vinculados a la contratación pública, lo que evidencia que el proceso tiene recorrido de mejora.
Las modificaciones de las obras públicas, por ejemplo, son, probablemente, una fuente de corruptelas. Muchos licitantes presentan unos precios a la baja confiados en lograr incrementos de presupuesto una vez tengan la obra asignada, algo tremendamente normal.
Hay desviaciones en plazo y presupuesto realmente increíbles, como la construcción de la estación de tren de la Sagrera o la línea 9 del metro de Barcelona, por no decir del defectuoso túnel de las Glòries o del no deseado tranvía por la Diagonal.
La administración licitante absorbe las desviaciones con una naturalidad que da pavor, haciendo que estas obras faraónicas se asignen por un precio que nada tiene que ver con la realidad.
En una línea similar, pero menos visible, están las asistencias técnicas de empresas informáticas o de las big four que, de nuevo, ofertan a derribo sabedores que luego todo es arreglable en el contrato que licitan o en otro similar. Parece mentira que algunas licitaciones sean tan rígidas como para hacer perder millonadas y otras tengas vías de mejora comúnmente aceptadas.
Es imprescindible modernizar las normas de contratación del Estado porque los procesos son farragosos e incómodos, pero no garantizan que el ciudadano logre los mejores productos o servicios posibles por su dinero ni, en muchos casos, evitar corruptelas.
Ojalá el toque de atención que están dando las aseguradoras de salud sirva para revisar todos los procesos de adjudicación pública.