Hay cines de Barcelona en los que las entradas las expenden las mismas personas que venden palomitas y refrescos. Quien no quiera hacer cola, debe habérselas con una máquina, si no ha comprado antes los boletos vía internet. Forma parte, igual que la supresión del acomodador, de la reducción de servicios.

Antes que los cines fueron las gasolineras las que eliminaron a los operarios que ponían combustible, dejando solamente a un empleado que cobra (la gasolina, más una barra de pan y un paquete de patatas fritas, y además regenta la llave del retrete). Si no se venden otros productos, con frecuencia sólo se admite el autopago.

En tiendas y supermercados son cada vez más abundantes las cajas en las que cada cliente pasa los objetos por un escáner. Los cajeros automáticos han significado miles de despidos en la banca. La regulación de tráfico por guardias hace ya tiempo que desapareció en favor de los semáforos.

También se extinguieron los serenos, esta vez sin compensación de ningún tipo. En los autobuses había antes un cobrador que vendía los billetes y evitaba que el personal viajara sin pagar o con la tarjeta rosa de la abuela; también los trenes y metros disponían de revisores e inspectores que resultaban, además, disuasorios ante comportamientos incívicos.

Ahora, en el ferrocarril metropolitano no solamente se ha eliminado la inspección, se está en camino de prescindir también del conductor. Eso sí, se ha subcontratado la seguridad a una empresa privada.

Casi todo esto sería un progreso si las máquinas liberaran al individuo de trabajos repetitivos, pero no lo es si lo único que hacen es liberar al empresario del coste de los asalariados, sin compensación siquiera para el cliente.

También el periodismo se ha visto afectado: han desaparecido los linotipistas y los documentalistas son casi una especie en vías de extinción. Y ya hay quienes proyectan suprimir médicos y sustituirlos por consultas telemáticas a algún tipo de inteligencia artificial.

Durante años, la ciencia ficción y algunos pensadores políticos soñaron con un futuro en el que las máquinas liberarían a la humanidad de la esclavitud del trabajo. El hombre nuevo del marxismo era aquel que podía organizar su tiempo libremente, superando la alienación que tan bien reflejó Charlot en Tiempos modernos.

De momento, los únicos que gozan de una cierta libertad son los ricos. Para ser precisos: los muy ricos. Y se da el absurdo de que, en vez de dedicarse a disfrutar las 24 horas, desperdician un montón de su tiempo para seguir ampliando una fortuna que no conseguirían dilapidar ni aunque vivieran diez vidas.

Aunque cabe la posibilidad de que disfruten sabiendo que tienen más y más y más. Ya Molière retrató al avaro; claro que eso era en tiempos en los que las iglesias decían que la usura era pecado. Hoy hasta el Vaticano tiene un banco, y no es para financiar los proyectos de los pobres.

Los muy ricos de hoy son como aquellos creyentes en religiones varias que sacrifican la única vida que realmente tienen para asegurarse otra cuando ya no existan. Aquí únicamente hacen negocio los vendedores de parcelas celestiales, que saben que cuando el muerto no la encuentre, no va a tener manera de reclamar.

Ni a quién hacerlo. Porque al paso que va la cosa, hasta las entradas del cielo y del infierno estarán mecanizadas y San Pedro y Satán pasarán a engrosar la lista de los parados. A no ser que opten por seguir trabajando como voluntarios. Sin sueldo, naturalmente.

Las utopías felices empiezan a ser cosa del pasado. Hoy dominan las distopías que describen un futuro peor, con grandes diferencias de clases sociales que ni siquiera se reconocen como tales.

Los avances de la ciencia y de la tecnología sólo sirven para reducir plantillas y costes, no para mejorar la vida de los demás. En nada. Algunos sindicatos, conscientes de que no se puede luchar contra la informática, como hicieron los luditas del XIX, que se veían desplazados por el maquinismo, han empezado a exigir que se cree una tasa que grave las máquinas, de forma que contribuyan al fondo general de la Seguridad Social.

Este proceso deja, al menos, una cosa clara: es absolutamente falso que el empresario invierta para dar trabajo al personal: ya se ha visto con cuánta facilidad lo reemplaza por automatismos que reducen costes.

A ver si va a tener razón Yolanda Díaz y la única forma de que el obrero se beneficie sea reduciendo por ley la jornada laboral. Lo curioso es que no hay nadie investigando en programas informáticos que sustituyan a los empresarios. ¿Por qué será?