Los discursos, especialmente los de Navidad y fin de año tienen básicamente una utilidad: que en el momento en que se pronuncian confirman que se siguen pronunciando; es decir, que reafirman la continuidad de una figura o de una tradición. La repetición es tranquilizadora. De mucho más no sirven los discursos, que son pura representación, salvo que anuncien una gran noticia o un peligro inesperado o convoquen a la ciudadanía a un esfuerzo determinado y extraordinario, como suele pasar en estado de guerra.

En la paz, vemos al que lo pronuncia hablando con fluidez, constatamos que tiene energía vital, que sigue en buena forma, lo cual está muy bien, pero claro que sería ingenuo hacer mucha exégesis de lo que dice. De hecho, no hace falta ni siquiera escucharlo. El análisis más profundo, en estos casos, es el que se centra en la apariencia, la dicción y el tono. Aquí la superficie es lo que cuenta. Aquí también se puede decir aquello de que “lo más profundo es la piel”.

Visto y oído el discurso del Rey de España, quedó claro que Felipe VI, está bien aconsejado, intelectual y emocionalmente, porque su discurso de Navidad era compasivo, preciso, manejando los conceptos más consoladores y apelando a la autoestima de la colectividad, al orgullo por lo logrado y la esperanza en lo porvenir; todo esto “servido” con una apariencia física más que decorosa y ambientado en un entorno palaciego, solemne, que alude a la austera grandeza –valga el oxímoron—de la institución y de lo que representa. Es una representación que consigue lo que persigue. Lo cual es una buena noticia, al margen de si uno es o no monárquico.

Por el contrario, el discurso que Puigdemont ha hecho circular en estas mismas fechas ha sido un poco un fiasco, empezando por la legitimidad que no le asiste para pronunciarlo en estas fechas “tan señaladas” como suele decirse, ya que ni es jefe del Estado o de la Iglesia ni siquiera es presidente de la Generalitat, ni lo respalda o justifica ningún cargo público.

Claro que a cualquiera, también a un fugitivo, le asiste el derecho a hablar cuando le apetezca, para eso está el gran valor democrático de la libertad de expresión. No hay cuñado que no se acoja a esta, por cierto.

Ahora bien, las pretensiones institucionales no refrendadas por las urnas dan al discurso navideño de Puigdemont un aire más bien penoso de quiero y no puedo y de impostura. Queda el orador como un parlanchín subido a una caja de naranjas en un rincón del parque, o como aquella parodia humorística de Ramon Gómez de la Serna con la mano gesticulante agrandada por un enorme guante de caucho, apuntando aquí y allá con el índice grotesco.

Y ello, aunque no negaremos que sus palabras estaban bien trabadas y argumentadas, pronunciadas con convicción y que, aunque falaces, alcanzaban altas cotas de coherencia y verosimilitud… para sus seguidores.

A todos los demás oyentes, que son la inmensa mayoría, su discurso victimista y beligerante, llamando a las hostilidades, discurso pasivo-agresivo y por cierto que muy poco navideño, y en una escenografía tan escueta –solo la figura del orador, y esta, con ser normal y respetable, tampoco es que sea especialmente elegante o atractiva—, nos pareció algo delirante y como propio de alguien que no vive en el mundo tal como lo conocemos sino en una realidad paralela e incluso cuántica, allí donde el gato está vivo y a la vez está muerto.

En esa otra realidad, estaba el quejumbroso y combativo orador si no muerto, gozando de muy incierta salud.