Iba el otro día Raphael a la tele, a grabar una entrevista en el programa de Broncano, cuando sufrió un accidente cerebrovascular que lo ha puesto a las puertas de la muerte. Por fortuna, parece que ha sido un susto y pronto volverá a los escenarios.

El mundo sigue en orden, el cielo no se cae sobre nuestras cabezas.

En el año 1968 llegó a mi casa el primer disco de Raphael, un sencillo o 45 revoluciones que llevaba las canciones “Yo soy aquel”, “Es verdad”, “La noche” y “Hasta Venecia”, cuyas letras me aprendí de memoria y podría cantarlas más o menos decorosamente. No llegó ninguno más de sus discos, pero me sé de memoria 40 o 50 de sus canciones, incluidas unas cuantas que no me gustan.

De hecho, hace años tuve que improvisar un recital para unas señoras rusas que vinieron a Barcelona, a casa de una amiga que celebraba una fiesta; ver que mi amiga no tenía ningún disco de Raphael las extrañó y decepcionó, y a modo de sucedáneo de estar por casa canté todo el repertorio, mientras ellas bailaban, con los ojos cerrados, soñando en un amor romántico y raphaelita...

¿Cómo no soñar cuando le escuchas cantar “No creas que hase falta un bello atardeser/ para el amor./ Ni el clima tan romántico y primaveral/ que hay en Vene-e-e-sia…”?

Por ese mismo año de 1968, la discográfica Moviplay anunciaba en la tele dos discos recién salidos, de estilos contrarios: el primer LP de Paco Ibáñez, y el primero de Los Canarios, que se titulaba “Ponte de rodillas”. O sea, canción culta o de protesta y rock español. Movyplay apostaba al rojo y al negro. Lo de Los Canarios me parecía frívolo, me decanté por Paco Ibáñez, y así me ha ido. Pero por lo menos me sirvió para descubrir a Góngora.

Creo que el motivo por el que ya no entró en mi casa ningún otro disco de Raphael fue porque en las galas navideñas de Televisión Española solía cantar El tamborilero dedicándoselo muy untuoso a “la señora”, esto es, a Carmen Polo de Franco, la esposa del Caudillo.

En Rusia, muchas mujeres le adoraban como encarnación del amante cálido, apasionado, mediterráneo, y portavoz de la ternura y de la libertad occidental. En Occidente, se le consideraba un cursi franquistoide.

En general, el gusto del público español se inclinaba, por un lado, hacia la canción protesta, en Cataluña representada por la Nova cançó, de donde salió Serrat; por el otro, hacia el rock y la canción ligera. Siempre al fondo estaba Raphael, como un vestigio eterno, adorado por los conservadores más rancios –los más modernos preferían a Julio Iglesias— y denostado por los progres, que no tragábamos sus gestos amanerados (mientras nos parecían plausibles los de Mick Jagger).

Con el paso de las décadas, se ganó el respeto de todos por su perseverancia en ser él mismo, una voluntad y fe que llegaban sin pudor a la más clara egolatría. Se convirtió en una figura del paisaje, en una tradición viva, en una realidad indiscutible por méritos propios. Él era él: lo tomabas o lo dejabas. Era admirable que no se rebajase a contar su vida, que no diera escándalos ni dijese insidias contra nadie. (Creo que esto, en parte, era porque, para él, los demás apenas existían).

Se le recuperó como icono friki, por ejemplo, con la película de Álex de la Iglesia Balada triste de trompeta. Y así, ya no como modelo sino como rareza, como valiosa extravagancia, se pudo reconocer sus méritos sin hacerle ascos.

Me conmueve que Raphael tuviera que someterse a un trasplante de hígado por haberse provocado una cirrosis bebiendo los botellines de la neverita de la habitación de los hoteles en los que se pasaba media vida, entre concierto y concierto. Qué iba a hacer yo, explicaba, si después de cantar no me gusta salir por ahí. Me encerraba en mi habitación, y para conciliar el sueño… vaciaba el minibar.

Si sobrevivió a eso, a tantas noches de hoteles rusos, seguro que también sobrevive a este traicionero y broncano ataque vascular. Ojalá.

Cantaba Raphael: “Por eso, de la mano yo te enseñaré/ que en el amor/ lo único que cuenta de verdad/ es la cleme-e-ensia/ no exigir y evitar/ causar dolor./ No hace falta ya más, no es preciso viajar/ los dos, hasta Venesia”.

Es raro eso de asociar el amor y la clemencia, pero escuchándolo, ciertamente te sentías en una góndola, en buena compañía, meciéndote por el Gran Canal, al anochecer…