Tras contemplar el hipnótico espectáculo (una farsa entre ridícula e infantil) de la conferencia de presidentes autonómicos celebrada la semana pasada, donde se congregaron los virreyes de esa España que unos llaman Plurinacional, otros Diversa, y en la que bastantes de los restantes ven encarnada la herencia del carajal de unas autonomías que actúan, sin título legal alguno que las avale en sus pretensiones, como naciones soberanas, sólo puede concluirse que este Gobierno no tiene remedio, que los presidentes regionales se toman a sí mismos excesivamente en serio y que la discusión pública se ha convertido en España en un pase de modelos –de damas y caballeros– donde lo trascendente es el desfile, la entrada y la salida, los saludos, los besos (más falsos que un duro sevillano) y los gestos para hacer de menos.

No hubo ni una sola idea para alcanzar un mísero mínimo común denominador que pacifique lo que el nacionalismo lleva décadas zarandeando y el PSOE de Sánchez ha aceptado: la conversión de este país en un inmenso coñazo, como diría el difunto Michi Panero, del que sólo se benefician –a costa de los demás– quienes siembran la discordia y predican una singularidad egoísta, fenicia e interesada. Que el Ejecutivo entregase a las autonomías una carpeta de folios en blanco es una señal inenarrable. No es que no exista una agenda sobre este particular. Es que la agenda no puede ni va a contarse porque implica consagrar la desigualdad entre iguales y el fin de la Constitución en favor de los territorios.

Ninguno de los presidentes de las autonomías ha ganado una guerra para apropiarse de un trozo de España. El autogobierno –conviene recordarlo, aunque no nos sirva de remedio– fue, en todos los casos, empezando por el catalán, una concesión. El peaje para sostener a una Corona restituida por una dictadura.

Que Cataluña, que como ya dejó dicho Gaziel, y mucho antes escribió Ortega y Gasset, nunca se ha caracterizado ni por su heroísmo ni por la épica, actúe como si su Estatuto regional fuera una carta de conquista raya en lo patológico. Da exactamente igual qué partido gobierne –ya sean Junts, ERC o el PSC– si el programa de desconexión fiscal no muda ni cambia una coma de sus planteamientos de siempre. 

El trampantojo del foro de presidentes pretendía simular una multilateralidad puramente teatral. Sánchez no tiene más opción parlamentaria, si quiere continuar en la Moncloa, que la bilateralidad con los independentistas catalanes y vascos, aunque sea a costa del resto del país. El único factor que ha dilatado los avances en las cesiones que Moncloa está dispuesta a hacer en favor de sus socios es la tragedia de Valencia.

¿Cómo explicar en Cataluña que en aplicación del principio de ordinalidad, una región hermana, sobre la que los independentistas proyectan los delirios imperiales de los Países Catalanes, y que algunos quisieran que se transformase en una región siamesa, no podría destinarse ni un euro de la bolsa propia (todavía común) a paliar la catástrofe de la gota fría y financiar la reconstrucción? 

Nadie, y mucho menos Salvador Illa, va a discutir la mayor. Ahora. Pero tampoco nadie piensa desistir de implantar a espaldas de los ciudadanos, a los que no se les convoca a las urnas, que sería lo democráticamente pertinente, un sistema fiscal asimétrico, que quiebra el principio de cohesión territorial y convierte la solidaridad en un negocio. Evidentemente, el PSOE va a negociar bajo cuerda –en Suiza, patria del secreto bancario– lo que sea para perdurar.

El absoluto vacío de la conferencia de presidentes no es sino la consecuencia de la resolución orgánica del 41 Congreso del PSOE en Sevilla, que elevó a doctrina del partido y de sus militantes el atraco que demandan Junts, ERC, PNV y Bildu, siempre bajo la mirada omnicomprensiva de Lo que queda de Sumar y de Il resto cantabile de Podemos. 

Moncloa, por supuesto, tiene que alargar esta farsa todo lo posible, dando patadas al balón de la financiación y los presupuestos, pero la realidad, aunque tardía, es invencible. Illa podrá decir hasta quedarse ronco que quiere “una financiación solidaria con el resto de España”, lo que equivale aceptar que la recaudación tributaria del Estado en Cataluña ya es cosa suya, en lugar de patrimonio de todos los españoles.

Intentar casar los privilegios fiscales y obtener la simpatía de los perjudicados, más que quimera, se antoja demencia. “Lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible”, dejó dicho Rafael Gómez Ortega, alias El Gallo, en una redundancia (con pleonasmo) colosal. 

Cada vez que Sánchez pasa un día más en el poder perdemos todos, salvo los nacionalistas y su cofradía de zombies. Por mucho que se empeñen los unos y los otros, los círculos no son cuadrados, sino redondos, y el concierto catalán supone la desvertebración total de España.

En lugar de volver a reunirse este enero para tratar la condonación de la deuda regional, que va a ser –no lo duden ustedes– una mutualización para que todos paguemos los desahogos de los gobiernos independentistas en Cataluña, de los que depende el porvenir del presidente de la Generalitat, podían hacer lo mismo que el incomprendido Urtasun (Ernesto), ministro de Cultura: irse al circo. Allí harían menos daño que gobernando esta Muy Plural, Muy Diversa y Absurda España Federal que –attenti tutti– todavía no ha votado, ni por supuesto va a votar, absolutamente nadie. Ni los leones del Congreso.