En el homenaje a Jordi Pujol organizado a finales de noviembre en Castellterçol por la asociación de Amigos de Prat de la Riba –acto que coincidía con el 50 aniversario de la fundación de Convèrgencia Democràtica de Catalunya (CDC), y que contó con la presencia de Artur Mas, Xavier Trias, Núria de Gispert y Felip Puig, entre otros altos cargos de la formación–, el nonagenario expresidente rememoró sus años al frente de la Generalitat y sorprendió a todos con una inesperada reflexión, un auténtico jarro de agua fría que heló la sangre en las venas a tan respetable audiencia.
No se trataba de una salida de pata de banco, de una ocurrencia senil e inoportuna, ni de una confesión extemporánea como la que efectuó el 25 de julio de 2014, referida a la herencia del famoso avi Florenci ni al posterior “tráfico de misales” que organizaba Marta Ferrusola, su santa que en paz descanse. Para los intereses de Junts, lo revelado por Pujol en Castellterçol fue, si cabe, algo mucho más incómodo de asumir.
De un tiempo a esta parte, los politicastros de la antigua Convergència gustan de sacar en procesión a un cuasi embalsamado Jordi Pujol, al que en su día, cuando debido a su corrupción confesa dejó de ser “Honorable”, no dudaron en condenar al ostracismo. Ahora, diez años después, lo hacen del mismo modo en que los bizantinos sacaban a pasear por el adarve de la triple muralla de Constantinopla, en 1453, todos los iconos, estandartes, tapices y mantos de la Virgen María de la capital a fin de revertir el negro panorama que suponía tener a Mehmet II y a sus 150.000 jenizaros y basi-bozuks, cual Anibal y sus cartagineses, ad portas.
La comparación no es baladí. En tiempos atribulados –y estos lo son para un partido que ha perdido inmensas cuotas de poder– no hay nada más esperanzador y salvífico que echar mano de reliquias sagradas, fundacionales, porque después de todo, bajo la égida de nuestro nonagenario pater patriae –”figura magna” y padre de la Cataluña moderna, según panegírico de Josep Rull–, CDC, con Pujol al timón, detentó un poder cuasi omnímodo y rigió el destino de esta sojuzgada y siempre insatisfecha tierra nuestra.
¿Qué ha quedado de esa prolongada y supuestamente benéfica gobernanza (1980-2003) más allá del frustrado intento de construcción nacional que Pujol, taimado ingeniero social, secretamente acariciaba? Recuerden las palabras que definían la estrategia política de nuestro prócer: “Avui paciència, demà independència”, repetía refocilándose, con deleite, mientras arrancaba traspasos y concesiones, sostenía a gobiernos centrales y era nombrado, en 1985, “español del año” nada menos que por el fachosférico ABC. Para él y los suyos, la estrategia del peix al cove fue, en aquellos días, algo tan sencillo como bufar i fer ampolles…
Lo cierto es que de su paciente y minuciosa labor queda más bien poca cosa. Sólo siete diputados en el Congreso de España teledirigidos desde Waterloo por Carles Puigdemont, un fantoche que se cuece a fuego lento en su propio jugo. Sólo siete diputados, y en absoluto magníficos; porque aunque ciertamente relinchan de lo lindo, amenazan, se revuelven y pegan coces –con Miriam Nogueras galopando y cortando el viento caminito de Jerez al frente–, Pedro Sánchez, el dictadorzuelo bananero de la Moncloa, se los torea y juega con ellos que es un primor.
En el homenaje de Castellterçol, Jordi Pujol se lamentó de que el gran legado de la Cataluña convergente se hubiera diluido miserablemente en una miríada de siglas a cual más ridícula. Erró al entregar el poder a Artur Mas, un maniquí gasta espejos del tres al cuarto, designado a fin de mantener la silla caliente a su hijo, Oriol Pujol, pero que a las primeras de cambio, al verse sobrepasado por los acontecimientos y el descontento social, rodeado de una turba de perroflautas, e incapaz de arrancar en plena crisis económica mundial un cupo catalán a la vasca a Mariano Rajoy, optó –cual Fernando VII con barretina: “¡Marchemos, y yo el primero, por la senda inconstitucional!”- por separar las aguas del Mar Rojo y fletar una escuadra de tontirremes rumbo a Ítaca. Ya conocen el capítulo de nuestra alocada historia reciente titulado La voluntat d'un poble.
Lo cierto es que muy poca vista tuvo el buen hombre al designar a tan mediocre sucesor. Siendo Pujol un político que se veía a sí mismo como un estadista de talla, y preocupado como estaba sobre cómo entraría y sería juzgado en el libro grande de la historia, la verdad es que todo le salió rematadamente mal. De nada le sirvió consultar a su pitonisa gallega favorita, una tal Adelina, que a base de cartomancias, quiromancias y otras mancias, le vaticinaba el porvenir. La visitaba con frecuencia en Andorra, quizás aprovechando los viajes que su vástago, Jordi Pujol Ferrusola, realizaba cargado con bolsas de basura llenas de fajos de billetes de 500 euros.
El legado de CDC se evaporó a base de corrupción: desde el sumario de las ITV –que afectó de lleno a Oriol Pujol– hasta los escándalos generados por el Caso Palau –Félix Millet y Jordi Montull– y el Caso Adigsa; ese 3% de lucro e irregularidades denunciado por Pascual Maragall. Todo ese bagaje, unido al Procés y a la demencia de sus sucesores al frente de la Generalitat, causó la implosión de Convergència.
Pero si algo no esperaban escuchar los tripulantes de esa balsa de Medusa a la deriva que es ahora mismo Junts fueron las reflexiones de Pujol referidas a la independencia. El expresidente fue contundente; lo puso blanco y en botella: la independencia de Cataluña no es ni será posible desde ningún punto de vista, ni ahora ni en un futuro a medio plazo, enfrentado a un Estado Español poderoso, fuertemente vinculado por lazos comerciales, diplomáticos, culturales e idiomáticos con el resto del mundo. La independencia, aseguró, es una quimera, porque Cataluña no tiene aliados dispuestos a respaldar sus aspiraciones a nivel internacional. Aseguró tener todo eso muy claro desde sus días de juventud.
El razonamiento de Pujol es, dicho en latín, puro sapientum post eventum, que traducido a román paladino significa conocimiento tras el acontecimiento.
Desde su punto de vista, Cataluña debe regresar a una política de pactos basada en un sistema “que no pueda ser discutido; cimentado en aspectos referidos a la lengua, la cultura y la enseñanza”. No dudó en instar a los presentes a regresar a la vieja y denostada estrategia de hacerlo todo poco a poco –ya saben: de mica en mica, s’omple la pica– que tan buenos resultados reportó al partido: “Aquello (CDC) se podía salvar. Pero entonces todo el mundo se puso nervioso. Ya lo entiendo. Yo me retiré, fui repudiado, pero vosotros tenéis que seguir. Esto no ha ido bien tal y como se ha hecho, pero todavía estáis a tiempo (de rectificar), todos vosotros. Tenéis que seguir, en el grado en que podáis, manteniendo todo aquello que hacíamos, aquella política…”
De este modo, con estas palabras y reflexiones, se cayó Jordi Pujol del guindo –o se tiró voluntariamente, porque a su edad uno ya no le teme a nada ni se priva de decir lo que piensa– en su homenaje del pasado 29 de noviembre. Lo mejor del asunto es que, al hacerlo, hizo caer del guindo a todos los presentes, porque su certera visión de la deriva irracional emprendida por los suyos en Cataluña a lo largo de los últimos 10 o 12 años es simplemente irrefutable.
Ni que decir tiene que semanas después de ese jarro de agua helada, el separatismo más irredento, obcecado y radical, sigue maldiciendo a todas horas en redes sociales, vídeos y foros, su discurso, coherente y realista. La verdad siempre resulta inaceptable y dolorosa para aquellos que no quieren ni ver, ni oír ni dialogar.
En ese orden de cosas, si algo resulta curioso de un tiempo a esta parte –la política siempre da sorpresas– es comprobar que el espacio abandonado por los herederos de CDC, convertidos en una pandilla de ceballuts echados al monte trabuco en mano, haya sido ocupado por ERC. Ahí tienen a un Oriol Junqueras de regreso a la sala de máquinas de su partido, dispuesto a negociar los presupuestos de Cataluña con Salvador Illa.