Como enfatizaba nuestro querido Ramón de España, hace 14 años que un presidente de la Generalitat no se plantaba en Madrid para sumarse a la celebración del aniversario de la Constitución.
En octubre, también se fue a celebrar el día de la Hispanidad y, poco después, se sumó a los festejos de los premios Princesa de Asturias, en Oviedo. Salvador Illa es un hombre de orden que le encanta verse con el rey Felipe VI, y cuya incuestionable catalanidad no le impide sentirse plenamente español, lo que revienta a los nacionalistas.
En Madrid, sobre todo entre aquellos que se habían acostumbrado a sacar punta a los desaires soberanistas y separatistas, la buena educación del nuevo inquilino de la Plaça de Sant Jaume gusta tanto como desconcierta, ya que muestra la inconsistencia de algunos discursos sobre la vigencia del procés. Cataluña ha dejado de ser un problema en la política española, como reflejan las encuestas de opinión, y el conflicto ha desaparecido de la sociedad catalana, demostrando que de la polarización también se sale.
Lo que no cambia es la patética rivalidad entre republicanos y neoconvergentes. Por eso, Carles Puigdemont ha lanzado ese órdago de mentirijilla a Pedro Sánchez, exigiéndole una moción de confianza, para ocupar la mejor casilla en la negociación presupuestaria, sin que Podemos consienta en quedarse atrás a cuenta del impuesto a las energéticas.
Por su parte, Oriol Junqueras espera ser elegido nuevamente presidente de su partido para volver a revolotear en el gallinero, aunque la continuidad de los apoyos al PSC y al PSOE está garantizada. Junts y ERC hace tiempo que dejaron de pelearse por la independencia, para hacerlo por demostrar quien negocia más y mejor con Madrid.
Mientras tanto, Illa va ocupando todo el terreno de juego en Cataluña, desprendiendo cada vez más autoridad, con una agenda repleta de reuniones, actos, inauguraciones, encuentros, sesiones de trabajo, buscando sumar, siempre con buenas palabras hacia todos, sin meterse en jardines. Su máxima es la de no hacer enemigos.
A falta de que ERC le permita aprobar presupuestos en enero, Illa va bien. Otra cosa es Cataluña, que sigue regular, tirando a mal. Los déficits y problemas estructurales no desaparecen porque hayamos vuelto a la normalidad institucional. Pondré dos ejemplos con cifras recientes muy preocupantes.
El primero es la caída de la productividad. En el último informe del Consejo General de Economistas, con datos de 2013 a 2022, Cataluña se ha descolgado del selecto grupo de territorios (País Vasco, Madrid y Navarra) cuya productividad igualaba o superaba la media comunitaria. El retroceso de Cataluña también ha lastrado el avance de la economía española en términos relativos.
El segundo ejemplo es más concreto e identificable. El desastre educativo nos sitúa en la cola de España, con desigualdades lacerantes como que solo el 6% de los niños pobres destaquen en matemáticas, frente al 16% de Madrid o al 20% de Galicia. Los malos datos educativos en el informe TIMSS 2023 ratifican lo ya señalado por otros estudios como PISA o PIRLS.
La escuela catalana no ha dejado de empeorar desde 2015. Entre otras cosas, es la que ofrece una peor competencia lectora para los niños de 10 años, es la que más segrega a los alumnos de origen inmigrante por la huida que han hecho las clases medias de los centros públicos, y es la que más rechazo genera como institución entre los propios adolescentes.
La escuela está secuestrada por los sindicatos corporativistas que impiden la jornada partida y se oponen a la sexta hora. No hace falta añadir nada. Sin un buen nivel de matemáticas entre los jóvenes, la productividad es imposible que mejore y, por ende, la competitividad. Tras haber recuperado la normalidad institucional, el Govern tiene que impulsar reformas de calado a muchos niveles para que Cataluña regrese a la senda del éxito.