A falta de nada mejor en lo que procrastinar y perder el tiempo miserablemente –porque en su día ya despeñaron su cochambrosa flagoneta desde lo alto de un risco, en señal de que el procés estaba amortizado y lo que tocaba era pasar a la acción imitando al Frente Popular de la Jodida Judea de los Monty Python–, ahora los xiquets de la CUP arremeten y amenazan con sanciones y despidos fulminantes a todos los médicos, enfermeras y personal sanitario que utilice la lengua española en hospitales y centros de salud de Cataluña.
Aseguran los cuperos –flotando en una nube de marihuana en el setè cel imaginari de Sisa– que más allá de constituir un intolerable atentado contra el catalán, como lengua en peligro de extinción, el pronóstico de los pacientes catalanoparlantes mejora sensiblemente si se les habla en jerga vernacular. Porque de hacerlo en jerga castellana, todo va, o puede ir, a peor.
Así lo defendió Dani Castellà en la Comisión de Política Lingüística del Parlament de Catalunya, exigiendo mano dura contra el intolerable supremacismo de la lengua española en el ámbito sanitario.
“La respuesta tiene que ser clara y contundente ante el uso del castellano en nuestra sanidad; sanciones y a la (fruta) calle”.
Recalcó que no se puede tolerar tanto abuso, tanta discriminación lingüística, tanto nacionalismo español.
El cupero camufló su odio al español trayendo a colación un estudio canadiense que, al parecer, asegura que “el riesgo de mortalidad baja notablemente si los pacientes son atendidos en su idioma materno”.
Bueno, pues vale, pues bien. Desde esa óptica, y según las encuestas realizadas por la Generalitat, podríamos afirmar que el 57,58% de catalanes cuya lengua materna es el castellano estamos en peligro de muerte cuando nos atiende un médico en catalán. Pandilla de papanatas.
Nada nuevo o sorprendente hay en estos embates furiosos de la CUP; todo se resume en que, si hay que morir, pues se muere, pero que sea en catalán, si us plau, porque resulta desolador que uno acuda a su CAP amb un refredat de mil parells de nassos y el médico le reste importancia dictaminando que lo que uno tiene es un resfriado de mil pares de narices.
En cuestión lingüística no se debe jugar ni con la salud ni con la religión, porque son dos asuntos muy íntimos que cada cual lleva marcado a fuego en la piel. Dicho de otro modo: se puede creer fervientemente en Déu i en la Verge Maria, pero no en Dios y en la Virgen María, y viceversa.
Como ocurre en el resto del país, decir que Cataluña sufre un grave déficit de profesionales de la salud no es noticia alguna. Lo tenemos asumido y lo sufrimos a diario.
La saturación en los centros de atención primaria, en los servicios de urgencias, en quirófanos y en hospitalización en planta, es preocupante. Las listas de espera en lo referido a primeras visitas a especialistas, cirugía y tratamientos, son para desmoralizar a cualquiera.
Y de no ser por la presencia y trabajo de médicos, especialistas y personal sanitario foráneo el asunto aún sería más dramático.
Personalmente no tengo problema alguno, y me atrevo a presuponer que ustedes tampoco, cuando acudo a un especialista de la sanidad pública y me atiende en catalán o en lunfardo, con melosidad colombiana o con gracejo andaluz.
Lo que me importa es que acierten en el diagnóstico y solventen mi dolencia. En cuestión de médicos soy de los que parafrasean aquello que le coreaban a Jordi Pujol en los días en que Aznar necesitaba su apoyo: “Doctor, guaperas, habla como quieras”.
Ocurre que en Cataluña tenemos un lobi nacionalista –la denominada Plataforma per la Llengua– que se dedica a fiscalizar y a hacerle la vida imposible, a fuerza de alentar escraches, a todo bicho viviente que no rotule sus comercios en catalán; o que no disponga en su establecimiento de una carta con el menú del día en catalán –ojo, que lo de “Marchando un bucadill de ques y jamó” no sirve, eso es infinitamente peor–.
Y, en resumen, a todos los que se quejen o protesten por tener que superar un complejo examen que acredite su nivel C1 de catalán a fin de asegurar su puesto de trabajo.
Recuerden el caso de Begoña Suárez, la enfermera del Hospital Vall d’Hebron que fue expedientada y lapidada por protestar en un vídeo.
En 2023, la Plataforma per la Llengua –entidad que ha recibido tres millones de euros en subvenciones desde 2018 y que recoge las quejas de todos aquellos catalanes que queriendo vivir o morir en catalán denuncian sufrir discriminación lingüística cuando acuden al matasanos– acumuló nada menos que 221 quejas y denuncias.
La última, y la que más revuelo ha levantado, ocurrió el pasado 15 de septiembre, cuando una señora acudió al Hospital Dexeus de Barcelona, una de las mejores clínicas privadas de España, tras sufrir un episodio de amnesia que borraba horas de memoria reciente.
Informó de que en la última semana “se le iba la cabeza” con frecuencia. El problema empezó cuando la mujer exigió ser atendida únicamente por personal catalanohablante, o con la presencia de un traductor, agrediendo verbalmente a los trabajadores que la atendían de forma “grotesca y xenófoba”, tal y como la clínica hizo constar en el parte de la visita.
La trifulca se convirtió en un santiamén en un casus belli viral que supuso una movilización del nacionalismo: Carles Puigdemont, Jordi Graupera, Mònica Sales, Olga Pané y Francesc Xavier Vila, conseller de Política Lingüística, entraron en liza, lanza en ristre.
Ahora mismo nuestros antisistema, con Non Casadevall al frente en calidad de nuevo secretario general y portavoz de la formación, presionan a Salvador Illa para que tome medidas drásticas contra cualquier médico que se atreva a recetar aspirinas o agua con limón en español.
A cambio le prometen sentarse a negociar y quizás aprobar los presupuestos de la Generalitat.
También le exigen explicaciones a Esther Niubó, consejera de Educación y Formación, por permitir que en las aulas de acogida para alumnos recién llegados a Cataluña se introduzca el castellano, cuando lo que toca es inmersión, inmersión y más inmersión en catalán hasta la asfixia final.
Todos estos rifirrafes lingüísticos se convierten siempre en valiosa pólvora con la que los xiquets de la CUP, deprimidos y en horas bajas tras su último batacazo electoral, ceban sus mosquetes y disparan contra todo lo que se mueve.
A falta de otras expectativas, ahora mismo imposibles –léase la independencia de Cataluña, que ni está ni se la espera–, cualquier excusa es buena para dar la brasa al prójimo.
Y si no me creen, pregúntenle a Gerard Piqué, la última víctima de sus iras, cuya casa en La Cerdanya han asaltado, vandalizado y pintarrajeado los niñatos de Arran, el sector juvenil de la CUP, por ser un niñato pijo, guaperas, rico y de Barcelona, es decir: un pixapins.
Ante tanto becerro suelto sin cencerro, casi añoro aquellos días en que David Fernández amenazaba a Rodrigo Rato con su sandalia guarrindonga; Anna Gabriel pegaba mocos en los escaños del Parlament y se olía la axila, y Mireia Boya mataba a sustos a los de Ciudadanos, agazapada tras las esquinas.