El PSOE celebra un congreso federal para aclamar a su líder, previo linchamiento y dimisión de un dirigente secundario y el silenciamiento de tudancas, lambanes y otros tantos.

Ya ni siquiera sorprende que una democracia esté gobernada por un partido con marcas, más que visibles en su desastrado ropaje, de los dedazos de hierro que imprime su caudillo.

Ante este panorama de descomposición democrática, la militancia socialista da muestras de tener un cuajo enorme.

El porqué de esta progresía sumisa no extraña a nadie en la propia organización, cada día menos federalizada y más centralista y cesarista.

Una combinación que la dirigencia, en sus paradójicos discursos, califica de reaccionaria cuando se refiere al adversario.

Dijo Lobato, dos días antes de dimitir, que el PSOE no es una secta ni una agencia de colocación. Cuando menos rezumó cierta sospecha de falsedad esta innecesaria aseveración.

Todos lo saben y la mayoría calla. Recuerda esta declaración aquellos “autos de buen gobierno” que las autoridades del siglo XVIII –déspotas, pero reformistas– publicaban en sus ciudades.

Los historiadores suelen leer esos “autos” de dos maneras. La más lineal y optimista subraya la encomiable intención que esos gobernantes tenían de reformar las malas costumbres en aquella España indisciplinada, fuera por ruidosos vicios nocturnos, por molestos lanzamientos de basura o aguas fecales a la vía pública, por recurrentes fraudes fiscales en el consumo, etcétera. La repetición que hacían, un año tras otro, de tales prohibiciones son el ejemplo del fracaso inmediato de tales reformas.

Así, otra lectura de esos “autos de buen gobierno” consiste en invertir la intención y recuperar la exposición. Es decir, lo que se puede leer también en dichas prohibiciones es un retrato de las prácticas cotidianas que querían cambiar.

Negar afirmando. Con esta doble lectura de las declaraciones de Lobato, se comprende que haya tenido que dimitir.

Ha negado la evidencia de que el partido es una agencia de colocación, al mismo tiempo ha afirmado que hay comportamientos sectarios porque no hay debates democráticos en el seno del PSOE.

En definitiva, el dirigente madrileño no ha sabido resolver una cuestión básica de micropolítica: cómo se reproducen (o no) los modos de subjetivación dominantes en su partido.

Lobato ha reconocido, de manera implícita, que los pesebres amansan a cualquier fiera que se resista. Él no lo necesitaba, pero la mayoría de sus compañeros sí.

Y tanto va el diputado jabalí al comedero que olvida que tarde o temprano caerá abatido por el jefe de la montería. La veda está a punto de terminar, con los congresos regionales y provinciales comienza la cacería. Todos lo saben y la mayoría calla.

Es comprensible que Lobato se haya autodescalabrado antes de comprobar, en Sevilla y en primera persona, cómo podía quedar agriamente empapado por la lluvia militante de cuajo, como el niño que vomita la mala leche que ha mamado.