Cuando el cielo se abre y caen más de 600 litros de lluvia por metro cuadrado en menos de ocho horas, poco se puede hacer… pero algo sí.
Vivimos en el siglo XXI, tenemos tecnología para aburrir y aunque hay cosas inevitables, si esta vez no se han podido salvar más vidas, tal vez se pueda aprender para hacerlo mejor en la siguiente crisis, porque de algo podemos estar seguros: seguirá lloviendo mucho en otoño en el levante español y, a veces, como esta, lloverá demasiado y demasiado rápido.
Cuando en otoño, con el Mediterráneo aún caliente, se descuelga del norte de Europa una bolsa de aire frío y coincide con viento de levante, se dan las condiciones para que se produzca una gota fría que trae lluvias torrenciales.
Si las tormentas se dan en zonas como el Maresme o el sur de Valencia, con montañas cerca de la costa, el lío está asegurado. Barrancos, rieras, torrentes, ramblas… secas el 99% del tiempo se convierten en caudalosos y bravos ríos que arrasan con todo lo que encuentran a su lado si no están en buen estado.
Nunca se eliminará el riesgo, pero se puede reducir como demuestra la desviación del cauce del Turia en los años 60. La riada de 1957 mató a 81 personas, pero las obras posteriores han reducido muchísimo el riesgo en la ciudad de Valencia, como lo hemos visto en este episodio.
Pero al sur de Valencia hay tres barrancos sobre los que se debería invertir para reducir el peligro. Más embalses, que no menos, más regulación de los cauces, reforestación ordenada y, sobre todo, más limpieza de los bosques y cauces para que el agua no arrastre tanta porquería.
Es sangrante escuchar que hay proyectos para esa área que llevan durmiendo el sueño de los justos durante años y cuya ejecución puede que hubiese salvado alguna vida. Con solo una muerte menos, toda la inversión hubiese merecido la pena.
Es patético que finjamos que nos preocupan los patos y los peces mientras olvidamos proteger a las personas.
Hay que hacer obras, como se hicieron en los 60 en Valencia y en el Vallès tras sendas tragedias; hay que regular los ríos y torrentes, no hay que eliminar presas y azudes centenarios, para algo están, y hay que usar bien la información de la que se dispone.
Una gran cantidad de fallecidos no lo ha sido por la lluvia, sino por las salvajes riadas de los torrentes y barrancos que además parece que estaban monitorizados.
La Conferencia Hidrográfica del Júcar tiene, o tenía, sensores en los barrancos y estos sensores han funcionado hasta que la riada los ha arrancado. Lo que no ha funcionado ha sido el uso de esta información porque nadie ha hecho nada.
Si el caudal de un barranco crece 40 veces en dos o tres horas y sigue lloviendo fuerte, parece evidente que alguna alarma hay que emitir, y no fue así. No es cuestión de culpabilizar, pero sí de aprender para el futuro. Necesitamos más obras, más ciencia y menos ideología, por no decir tontería.
Nuestros políticos, probablemente los peor preparados de nuestra historia, ya apuntan maneras, lo hemos vivido el pasado lunes en el aeropuerto de El Prat.
Una lluvia torrencial de una hora dejó el aeropuerto muy tocado por pequeñas inundaciones debidas a falta de mantenimiento y limpieza y por alertas excesivas que provocaron restricciones de la movilidad que hicieron que media plantilla se quedase en casa cuando a las 10 de la mañana ya lucía el sol.
Nos esperan semanas, si no meses, de alarmismo a raudales, tres gotas se convertirán en alerta roja, y, ¡oh, milagro!, vendrán restricciones, prohibiciones y limitaciones a la movilidad para “salvar vidas”, la misma cantinela que lastró nuestra economía en la pandemia.
No estamos tan lejos de que nos confinen en casa cuando llueva, y cuando nieve no lo quiero ni pensar. Ni tanto, ni tan poco. Avisos, sí; alarmismo y restricciones, no.
Es normal que llueva torrencialmente en otoño al lado del Mediterráneo, lo que tenemos que hacer es tener las rieras y desagües limpios y preparados para absorber cuanta más lluvia mejor.
La tragedia derivada de las crecidas del barranco del Poyo o del río Magro nada tiene que ver con un palmo de agua en algunas calles de Gavà o Salou.
Si mala fue la gestión de la información previa, pésima ha sido la gestión de la emergencia. Nuestro Estado autonómico hace agua por todos los lados pues es caro, ineficiente e ineficaz.
No es de recibo que Autonomía y Gobierno central se pasen la pelota en estas circunstancias. Si enviamos inmediatamente, con buen sentido, a bomberos y a la UME a apoyar otros países cuando ocurre una tragedia, no puede ser que hayan tardado tanto por meros problemas de (in)competencias.
No puede ser que no se nombre a un técnico como mando único desde el primer día. Nos comportamos como un Estado fallido, incapaz de responder a una tragedia de estas características.
Además, hemos tenido el estúpido orgullo de no aceptar ayuda de países amigos. Si se han rescatado con vida algunas pocas personas a los tres o cuatro días de la tragedia, ¿no hubiese habido más supervivientes si se hubiese movilizado el ejército con sus medios, su capacidad de organización y su disciplina inmediatamente?
¿Cómo pueden llegar antes los periodistas que las excavadoras?, ¿cómo pueden llegar antes los tractores de particulares que las orugas de los vehículos militares?, ¿cómo puede ser que la solidaridad, tan bien intencionada como desordenada, funcione mejor que las estructuras de la Administración?
La reacción de las personas afectadas con los políticos es más que entendible; la de los políticos, no. Hicieron muy bien los Reyes aguantando el chaparrón, hizo bien Mazón aguantando lo que pudo, hizo fatal el presidente del Gobierno huyendo y sacando, de nuevo, el espantajo de la extrema derecha, poniendo todo su empeño en desinformar.
Estamos ante uno de los momentos más tristes de nuestra historia tanto por el elevado número de fallecidos como por la incapacidad de quienes dirigen nuestras Administraciones.
Esto no se resuelve ni con restricciones ni con confinamientos ni con relatos victimistas, hacen falta obras, planificación y liderazgo.
Hay que estar con los que sufren, hay que empatizar, hay que liderar, hay que mancharse de barro, como lo hicieron los Reyes. Es verdad que la carrera de político es cada vez más desagradecida, pero el que no sirva, que lo deje y nos deje en paz.