Llevamos tiempo asociando el fango a las máquinas de bulos, al vilipendio y a la degradación. Y, de repente, la naturaleza nos ha bajado de golpe de ese estúpido universo habitado por charlatanes y mentirosos. Ahora el barro vuelve a su primera y principal acepción: lodo glutinoso que se forma con sedimentos térreos allí donde el agua está detenida.

La brutalidad de la catástrofe de Valencia ha situado a los gobernantes en el lugar más bajo de la sociedad. Su tardía actuación, primero para alertar y después para reaccionar de inmediato, ha dejado claro que no están capacitados, no sólo para gobernar, ni siquiera para cogobernar.

Una vez más ha sido el Estado en su inmensa complejidad el que está soportando la trágica embestida. La visita de los Reyes pudo ser un error, pero dejó se serlo una vez iniciada la precipitada huida de Sánchez y la posterior retirada de Mazón.

Nuestros actuales cogobernantes -ministros y consejeros incluidos- han perdido buena parte de la credibilidad que, pese a sus continuos dislates, aún parecían conservar. La simbólica cúpula de la Corona ha frenado que el fango sepultase a las instituciones centrales y autonómicas.

La DANA ha dejado en evidencia que si España aún resiste y reacciona es por los fundamentos civiles de su Estado. Los huecos dejados durante los primeros días por bomberos o militares fueron ocupados rápidamente por los voluntarios, que aún siguen allí.

Esa movilización solidaria es la punta del iceberg de una sociedad que sí ha reaccionado de inmediato, sorprendida por la brutalidad de la inundación y por la polarización de los cogobernantes. 

El Gobierno está listo para ayudar -dijo Sánchez-. Si necesita más recursos que los pida. No hace falta priorizar -remató mientras Mazón estaba desbordado y paralizado-. Uno y otro han dado muestras más que sobradas de una gestión del desastre como parte de un plan para conservar el poder.

Uno se pasea desnortado, el otro lo contempla y espera salir inmaculado ante la inexcusable exigencia de una irresponsabilidad compartida. Una ficción política superada por el retorno de la pala y el cepillo, paradójica y básica advertencia a un mundo hipertecnologizado. 

Y como si de una burla sardónica se tratara, la naturaleza desborda primero su cauce y después endurece el barro. El trabajo pendiente es casi inabarcable hasta para las máquinas más pesadas. Una semana después del horror el monstruoso lodo se está convirtiendo en una masa casi pétrea en las colmadas alcantarillas y ha mutado en cieno maloliente en la superficie.

Una trágica metáfora o un aviso a políticos inútiles y autocomplacientes, hechos a medida con su propio fango.