Tras el desastre de Valencia, convertida en una inmensa colonia de ahogados, ruinas, barro y supervivientes a los que, además de haberlo perdido todo, ya no se les concede ni el derecho a la indignación, uno tiene la sensación de que España vive una suerte de final de ciclo.

El tiempo tendrá que confirmarlo, pero la sensación, que es lo que sucede a la intuición, es que la realidad, con todo su infinito y abrupto pormenor de sufrimientos, ha destrozado algo más trascendente que los pueblos, las tierras de labranza, los coches, los anhelos y los hogares.

Ha derribado también el inmenso muro de propaganda, mentiras y bulos institucionales con el que el poder oficial –que en Valencia administra el PP y en España ostenta la mayoría parlamentaria que (todavía) sostiene a Pedro Sánchez en la Moncloa– se protege a sí mismo de sus actos y culpa a los demás, sean adversarios políticos o víctimas anónimas, de todas las calamidades posibles y de buena parte de las imposibles. Populismo vestido de soberbia.

Puede quizás que también estemos ante un espejismo pasajero, pero la colosal ira de los valencianos, rodeados por el lodo sucio que arrastra sueños y difuntos, igual que el tiempo nos vacía por dentro, muestra como nunca habíamos contemplado antes las consecuencias de dejar la política en manos de los políticos y tolerar que acaben politizando aquello que es de todos: el espacio civil compartido y los servicios públicos de asistencia y socorro. 

El drama de Valencia evidencia que el modelo de las autonomías, después de casi medio siglo de cesiones interesadas, ha cristalizado en la autodisolución del Estado que, como ya vivimos con el procés de Cataluña, o está ausente o se muestra inoperante (en este caso, por un cálculo electoral cargado de vileza) en zonas y geografías más que notables de su propio territorio. Para disfrutar de todos los privilegios de las listas electorales siempre hay cola, pero cuando las cosas se ponen negras al mando de la nave no queda absolutamente nadie. 

Por supuesto, ningún ciudadano ha votado esto porque ninguno hemos sido consultados sobre esta cuestión concreta, igual que nadie nos preguntó si preferíamos una monarquía o una república, no fuera a ser que la gente se creyese libreLa trampa venía escondida dentro de un paquete (en este caso autonómico) con papel de regalo y un lazo.

El bloque legislativo de las autonomías, pactado entre las cúpulas de los partidos y refrendado por los tribunales que controlan, ha sancionado la desunión jurídica y formal de lo que siempre ha funcionado como una unidad natural de sentimientos, además del resultado de la historia. Pero los españoles, pese a sus diferencias, como el Quijote, saben perfectamente quiénes son. 

Esto es lo que ha salido a la superficie en Valencia: una solidaridad popular que, desde todas las zonas del país, censuraba la inmensa estupidez de la cogobernanza y la milonga de la España plurinacional.

Ante las calamidades y los muertos, no existen ni la diversidad ni las identidades imaginarias, sino una tragedia hecha con las mismas lágrimas. Este es el indicio de que vivimos el ocaso de una época, aunque el futuro inmediato no esté escrito. 

El atentado terrorista del 11M provocó hace un cuarto de siglo una inmensa conmoción social, igual que cada uno de los asesinatos de ETA, pero fue politizado –a favor de unos; en contra de otros– desde el primer instante por los grandes partidos, sin que las víctimas pudieran hacer más que sumarse o disentir ante la abyecta manipulación partidaria de su dolor íntimo.

En Valencia, sin embargo, ha ocurrido algo distinto: el colosal hartazgo social ante la negligencia del Gobierno regional y el tacticismo del Gobierno central –“Si quieren ayuda, que la pidan” es el epitafio de la carrera política del presidente, que no es bueno, ni es noble, ni nunca fue sagrado– ya no distingue entre ideologías ni a qué partido vota tu vecino. 

Ambos estáis exactamente igual. Cubiertos de barro y de mierda hasta el cuello viendo pasar cadáveres arrastrados por el agua, dentro de una inmensa riada llena de muertes inútiles. ¿O es que los ultraderechistas, como desde el PSOE se ha llamado a los indignados de Paiporta tras seis días de abandono, merecen ahogarse solos en el barro? La estupidez de Ferraz es antológica. Y se expande en todas direcciones. Igual que la maldita inundación. 

Se antoja difícil que las cosas vayan a continuar igual tras esta crisis, que no es climática, sino de paradigma: la gente no ha dudado en levantar el puño –por primera vez– en contra de una casta política sorda y cínica que piensa que administrar el dinero público equivale a ir de compras y gobernar es caminar por una alfombra roja, en lugar de hacer lo que hizo la Casa Real: dar la cara, pedir disculpas, mostrar solidaridad y evitar la destrucción del último reducto frente al avance de las aguas del sectarismo. Conservar la idea de España como una sociedad solidaria de gente que se ayuda, sin importar lo que cada uno piense o vote. 

Todo esto es lo que los partidos políticos, unos en mayor medida; otros de forma notable, han ido destrozando desde la Santísima Transición, por la que tanto lloran ciertos hipócritas: el reconocimiento y el respeto mutuo, que es lo único que nos salva cuando todo lo demás está perdido.

No se trata de regresar al centralismo –que nunca se fue: todavía pervive entre las élites de Madrid y Barcelona, corresponsables de estos acuerdos que han hecho de España una realidad virtual– ni de satanizar por sistema la descentralización territorial. 

Ambas cosas pueden conjugarse perfectamente sin que cada alcalde de pueblo lleve detrás de él un séquito de inútiles equiparable al de Lorenzo de Medici, y sin obligar a los ciudadanos a soportar unas patrias inservibles –menos para aquellos que se lucran de ellas– que no han elegido ni han votado como tales.

España se encuentra al borde de un abismo social porque un país cuyos dirigentes no se unen para actuar juntos ante una catástrofe humanitaria, y hacen de la desgracia de todos su única industria, es un país que está siendo devastado por sus propios gobernantes. El agua de Valencia ha hecho rebosar el vaso.