No ganamos para sustos con nuestra clase dirigente. Corrupción, agresiones sexuales, cutrerío a doquier… tenemos de todo.

La dimisión de Errejón pone encima de la mesa, de nuevo, la calidad de quienes nos dirigen y, sobre todo, que nuestro sistema se está deteriorando a marchas forzadas por la mala calidad profesional, y a veces humana, de quienes nos gobiernan.

Cada día conocemos detalles más y más truculentos de todos los seriales que tenemos abiertos, y, lamentablemente, seguro que vendrán más.

La política no interesaba a casi nadie hasta que saltó a las pantallas de la televisión. Desde entonces no hay canal que no tenga varias tertulias plagadas no solo de politólogos y periodistas, sino, también, de exministros y expresidentes de comunidades autónomas.

Las tertulias, algunas más cerca del cuñadismo que de la teoría política, han sido, también, fuente de políticos de relumbrón.

Pablo Iglesias o Pablo Casado, por poner dos ejemplos, deben en parte su meteórica carrera a la popularidad que les dieron las tertulias, pero, con matices, sus carreras se han demostrado más bien efímeras. Hoy, diez años en política son una eternidad.

No sabemos discernir entre la persona y el personaje y si bien es cierto que un político que hace lo contrario de lo que dice no es de fiar, cuando cae deberíamos conformarnos con su final político y con sus deberes con la justicia, si es que los tiene, y olvidar el morbo de lo que ha hecho.

No es justo que el material en una instrucción judicial sea accesible a todo el mundo, y es escandaloso que una denuncia se publique a escasos minutos de firmarse en una comisaría. Por muy malo malísimo que, supuestamente, sea un político no hay que olvidar que también es una persona y su intimidad, por muy truculenta que sea, debe quedar reservada.

No aporta nada si cerró una puerta con cerrojo o cuál era su perversión sexual. Ahora todo es público y no solo en los medios más o menos estructurados, sino en esa selva que son las redes sociales, plaza pública donde se producen linchamientos a la altura de la Edad Media. 

Desde siempre se ha teorizado con cuál era el mejor sistema para gobernarnos. Platón no creía en la democracia, prefería el Gobierno de los mejores (aristocracia) o de los más sabios (sofrocracia).

No son pocos los tiranos que han gobernado gracias al voto popular, entre ellos Hitler y, desde luego, la democracia con calzador ha convertido en Estados fallidos a países como Libia o Afganistán. 

Platón pensaba que votar por un líder era arriesgado debido a la posibilidad de que los electores fuesen fácilmente influenciados por aspectos irrelevantes, como la apariencia de los candidatos, dejando a un lado sus capacidades para gobernar.

A eso hoy le llamamos carisma cuando no interferencia en las elecciones. Decía Platón que en caso de encontrarse en medio del océano en un barco a nadie se le ocurriría convocar una elección para nombrar al capitán, sino que se buscaría al más experto. Y razón no le faltaba. 

En occidente tenemos muy sobrevalorada la democracia “sin más”. Se piden certificaciones para todo, desde manipular alimentos a conducir un ciclomotor. Sin embargo, nos vale cualquiera al frente del Gobierno.

En Francia, el país que más se quiere a sí mismo, a pesar de haber acuñado los valores más republicanos, entre ellos el de igualdad, se esfuerzan en educar a unas élites para que luego les gobiernen. Es rarísimo encontrar presidentes o ministros que no hayan pasado por la Escuela Nacional de la Administración (ENA), si bien Macron, en un gesto de populismo, la disolvió en 2021… para crear el Instituto Nacional del Servicio Público. 

En España no tenemos una escuela similar, pero no son pocos los ministros que son abogados del Estado o Técnicos comerciales del Estado.

Pero el populismo que nos invade desde hace unos años ha permitido que en la Administración entre gente sin oficio ni beneficio y luego pasa lo que pasa. Pasar de portero de discoteca a consejero de una empresa pública no suele presagiar nada bueno. 

Si para ser directivo o consejero de un banco se exige, con buen criterio, pasar un proceso de idoneidad tutelado por el BCE, no estaría mal que para dirigir un Estado hubiese también un proceso que garantizase la idoneidad de los gobernantes.

No es tan complicado, ni tan extraño, se realiza en muchos lugares y nos protegería de algún que otro bochorno. Y lo mismo aplica al regimiento de asesores, empleados que cobran del erario simplemente porque le caen bien al ministro, consejero o diputado de turno.

Según el sindicato CSIF hay más de 20.000 asesores en España, nombrados a dedo y sin el más mínimo control ni sobre su cualificación ni sobre su calidad moral.

Seguro que salen más escándalos, más casos que degradarán a la clase política, y eso nos alejará del debate real. Algo hay que hacer o nos cargaremos el sistema por simple dejadez.