Todos, en mayor o en menor medida, vivimos inmersos en un mundo de ficción. Puede tratarse de una fabricación mental, articulada mediante el lenguaje verbal y las creencias culturales heredadas; o de un artificio inducido a través de las pantallas de los móviles, las tablets y los ordenadores. El canal no es baladí –el medio condiciona el mensaje–, pero el fenómeno, antes y ahora, es equivalente: quien controla y dirige nuestro pensamiento administra una parte esencial de nuestra vida, por mucho que a veces se crea lo contrario.
Internet, que nació como un espacio absoluto de libertad, es ya el principal mercado capitalista del orbe, con independencia de la actividad, también digitalizada, de las bolsas y los foros financieros. Vivimos enganchados a la red, que saquea nuestros datos íntimos a cambio de contenidos y de un océano de información (desordenada) que hemos convertido en el nuevo oráculo de Delfos. En paralelo, la realidad va asemejándose a los negros presagios de las novelas de ciencia ficción. Así lo parece. Uno de los signos de estos tiempos es que la verdad ahora depende de las opiniones, en lugar de obedecer a la disciplina de hechos.
Muchas de estas fantasías, consideradas locuras proféticas y narraciones anticipatorias, son parte de nuestra vida cotidiana. La mutación social –gente anónima mirando una pantalla iluminada en la oscuridad, igual que los personajes del mito de la caverna platónica– ya no es un augurio. Se ha convertido en una evidencia. Sales por la mañana a la calle o coges el móvil –intentando no contestar "sí", para evitar ser grabado por las máquinas automatizadas del spam telefónico– y te encuentras sumergido en eso que las primeras novelas del género denominaron cyberpunk.
Una variante de las elucubraciones futuristas que nos advertían de los peligros de la tecnología sin freno: máquinas suplantando el papel social de la especie humana (inteligencia artificial) y redes (sociales) llenas de mensajes en cadena tratando de condicionar e influir en nuestras creencias. La famosa campana de eco, que reverbera únicamente nuestros dogmas, anhelos y pesadillas, convirtiendo a la sociedad en un ejército de zombis que se creen libres, igual que Hal, la máquina de 2001, una odisea en el espacio.
En la película de Kubrick es uno de los pilotos quien desconecta al prodigio cibernético, mientras este canta Daisy Bell (1892), una vieja canción de Harry Dacre. Está por ver que no nos suceda muy pronto lo contrario y sean ellas quienes nos silencien a todos. Lo que en los años ochenta, cuando Bruce Bethe empezó a publicar sus relatos en revistas populares de entretenimiento, parecían fábulas –la realidad virtual, las identidades digitales, la inversión de la jerarquía entre los humanos y los robots– se ha convertido en noticia diaria en los periódicos (digitales, por supuesto), que rara vez se leen. A lo sumo, se miran (gratis).
Habitamos dentro de ese flujo constante de espejismos que es el ciberespacio, un continente que hace 45 años era ignoto y todavía tenía que ser imaginado. Los políticos y las empresas saturan nuestro tiempo, cada vez más escaso y frenético, con sus mensajes y propagandas. La violencia rige en las relaciones sociales y la voluntad de dominio condiciona vínculos familiares y empresariales.
La precariedad estructural, ignorada por los gobernantes y las élites, se ha instalado entre buena parte de las clases medias de las sociedades occidentales, mientras el hambre persiste en los países pobres. Los inmigrantes se ahogan en el mar de los clásicos. La vivienda se ha convertido en una quimera. El empleo es una mercancía basura. Prácticamente un desecho. Los escasos salarios y la vida low cost, igual que los decorados de cartón de las viejas películas, forman parte del horizonte de los más jóvenes. Nada es como se pensaba y, desde luego, no se parece en absoluto a lo que muchísima gente imaginó.
El desencanto cohabita con instantes súbitos de ira social, pero no estamos a las puertas de ninguna revolución en el sentido tradicional del término, sino de una nueva Edad Media donde, aunque nada es ya sagrado (salvo el dinero) y el Pantocrátor es el Dios Algoritmo, la grey se postra ante los nuevos pastores y teólogos. Las novelas cyberpunk nos advertían sobre el alarmante retroceso de la humanidad en beneficio de las máquinas, diseñadas para obtener el máximo beneficio sin manifestar sentimientos ni estar limitadas por las emociones.
En eso mismo estamos. Políticos que mienten y roban prometen regenerar la sociedad. Las tecnológicas que espían a las personas, igual que los regímenes comunistas, fingen buena onda. El control cibernético avanza y el poder se concentra. Pensar con libertad se ha convertido en una forma de impertinencia. Disentir es ser cancelado. Pero no concebimos una rebelión. Ni siquiera pacífica.
Orwell termina 1984 con la separación de los dos amantes –Winston y Julia– de su novela, que han dejado de amarse porque ya no se recuerdan. “Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Poseíamos todo, pero nada teníamos; íbamos al cielo y nos extraviábamos. Aquella época era tan parecida a la actual que nuestras autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo”. (Dickens. Historia de dos ciudades. 1859).
El pasado siempre es presente. Mejor dicho: ni siquiera es pasado.