Que el Parlament de Cataluña no sirve para nada, lo sabe todo el mundo. Para compensarlo, el bar de esta institución hace política mundial en mayúsculas, de modo que ha decidido acabar con el racismo en el mundo, de una manera tan valiente como drástica: dejando de vender Conguitos. Eso son hechos, no palabras. Actuaciones como la mencionada son claves para acabar con la lacra del racismo, de hecho, desde que se ha conocido la noticia, nadie ha insultado a Vinicius JR, que era el problema de racismo más grande al que se ha enfrentado España en toda su historia. O eso se deduce del eco que tiene en los medios que alguien le insulte en un campo de fútbol.

Se desconoce si la humanidad está preparada para iniciativas de tal envergadura, supongo que no, porque no hay noticia de que en el bar de la ONU hayan dejado de vender esas peladillas cubiertas de chocolate. Ha tenido que ser un modesto bar de un inútil parlamento autonómico del sur de Europa, el que acabara con el racismo. No sé cómo a nadie se le había ocurrido hasta ahora una solución tan sencilla. Cuántos millones se han desperdiciado a lo largo de la historia, en todo el mundo, en inútiles campañas de concienciación, en festivales antirracistas, en conciertos solidarios o en películas que intentaban mandar un mensaje de igualdad entre los hombres, y resulta que la solución la teníamos ante las narices: bastaba con dejar de vender Conguitos. El planeta respira hoy con más libertad que la semana pasada, los africanos se sienten ricos, los cayucos dejan de naufragar y las compañías europeas cesan de esquilmar los recursos del tercer mundo. Todo ello, gracias a que el bar del Parlament ya no sirve Conguitos.

El problema, eso es cierto, no era venderlos, sino comerlos, pero muerto el perro, se acabó la rabia, o sea, si no se venden, no se comen. Cada vez que un niño se ponía en la boca una bolita de chocolate, un Conguito de esos, estaba imaginando que se comía a un negrito del África, era un acto de puro canibalismo. Comerse una bolsa entera de Conguitos era como devorar a todo un poblado de pigmeos, casi un genocidio, y esos niños, cuando se hacían mayores, se apuntaban todos al Ku Klux Klan, eso seguro. Ahora la cosa va a cambiar, y cuando sean adultos, esos mismos niños se van a apuntar todos a Open Arms y no se van a comer a uno solo de los rescatados, miren ustedes lo que se consigue eliminando los Conguitos de la merienda infantil.

A la igualdad por la gastronomía, es la nueva consigna. Pronto le va a tocar el turno al brazo de gitano, sin que sirva de excusa que en ese caso nos comemos solamente una extremidad del individuo, casi es peor dejarle lisiado de por vida que devorarlo enterito. Y, sin salir de la pastelería, habrá que eliminar las lionesas, que no queda nada bonito zamparse a las francesas naturales de Lyon, como feo está también comerse a las ciudadanas de Hamburgo, las hamburguesas.

Bien pensado, para eliminar de raíz el problema, lo mejor va a ser dejar de comer todo tipo de sándwich, a menos que queramos tener sobre nuestra conciencia habernos tragado todo el archipiélago así llamado. El valenciano, que así se denomina en Barcelona al zumo de naranja con una bola de vainilla, deberá erradicarse para no ofender a levantinos, y van a seguir el mismo camino las judías -secas o verdes tanto da, comerse a las israelitas no tiene perdón del Mossad-, al igual que el maíz, por lo menos en Cataluña, donde se llama blat de moro, en una clara afrenta a la comunidad árabe. Se van a suprimir incluso los “pets de monja”, unas galletitas catalanas cuyo nombre, válgame Dios, significa pedos de monja, con la Iglesia vamos a topar también en esta cruzada.