El domingo pasado pasé el día en casa de mi amigo Cesc (nombre ficticio), a quien conocí poco después de terminar la universidad, haciendo unas prácticas en un museo en el extranjero. Por aquel entonces, Cesc debía tener cerca de 30 años y era el CEO de una empresa familiar catalana que empezaba a abrir mercado en Estados Unidos. A pesar de ser tan joven, lo hizo muy bien y ganó mucho dinero. “Todo sin haber estudiado ninguna carrera”, presumía, y sigue presumiendo hoy, con orgullo.
Ahora se dedica al negocio inmobiliario, lo que le permite tener una vida acomodada en el Maresme junto a su esposa y sus dos hijas, de 9 y 5 años, que lleva a catequesis y a una escuela privada del Opus solo para niñas a pesar de que él no es creyente ni practicante, porque “cree que los valores cristianos, las tradiciones conservadoras y los buenos modales” les servirán de mucho en la vida. Mucho más que estudiar Ingeniería, Historia del Arte o un MBA en Esade.
“Soy una persona muy pragmática, Andrea”, me dijo al ver mi cara de reproche cuando me dijo que las llevaba a un cole del Opus. “Me gusta que lleven uniforme, y que no se distraigan con ropa ni chicos”. También valora que, siendo él tan nacionalista e independentista catalán, sus hijas vayan a un cole donde abundan las hijas de votantes de Vox, “niñas con la banderita de España en la muñeca o en el cuello del polo”.
“Para poder tener buenos argumentos, hay que conocer bien el otro bando”, me soltó, cínico. Entonces me acordé de que, durante el procés, en 2017, al ver que yo no me posicionaba a favor de los indepes (pero tampoco de los otros), me dijo: “Claro, eso es porque tú tenías antepasados de Madrid o de Castilla, ¿verdad?”.
Todo lo contrario. Soy aburridamente catalana tanto por parte materna como paterna. Digna de salir en Ocho apellidos catalanes. Pero no me gusta identificarme solo con esa etiqueta. Me siento sobre todo europea, y también un poco china (viví cuatro años en Pekín), y hasta estadounidense, por influencia de tantas series, películas y libros de autores americanos que han pasado por mi vida. Me siento ciudadana del mundo, vaya, esa expresión que tanta rabia da a mucha gente.
“La identidad nos viene dada, pero también se hace. No podemos elegir a nuestros padres, pero sí en quienes nos convertimos”, leí esa misma tarde en el prólogo de Europa (Penguin Random House, 2013), una historia personal de la Europa moderna escrita por el periodista británico Timothy Garton Ash. En el prólogo, Garton Ash, cronista mítico de The Guardian, explica que, una vez, estando en Hungría poco después de la caída del muro de Berlín, en 1989, un ciudadano húngaro le preguntó a qué se debía su interés por Centroeuropa si él no tenía ascendientes allí. “Como si de alguna manera, la implicación emocional con otra parte de Europa requiriera una explicación genética”, reflexiona.
Garton Ash tenía 17 años cuando Reino Unido entró en la Comunidad Europea y 64 cuando se produjo el Brexit. Sin embargo, él sigue sintiéndose europeo, y así lo muestra en su libro, una carta de amor a Europa, cuyo título en inglés es mucho más simbólico: Homelands (Patrias).
Leyendo a Garton Ash, me vino entonces a la cabeza otra gran lectura: Turtle Feet (2008), del autor búlgaro Nikolai Grozni. La novela, basada en la propia experiencia del autor viviendo cuatro años como monje budista en el Himalaya, explica el caso de un amigo suyo de origen bosnio, que huyó a la India al estallar las guerras en Yugoslavia.
Cuando intenta regresar a Europa, un policía alemán de aduanas le exige que rellene la casilla de “nacionalidad” en el formulario, ya que la ha dejado vacía. “Yugoslavo”, responde él. El policía le dice que no puede ser, que su país ya no existe, que escriba “bosnio”. Pero él se resiste, no se identifica con esa nueva identidad. Así que opta por escribir el nombre de su viejo coche. “Mi nacionalidad es un Opel Kadett”.