Una amiga me contaba hace unos días que había coincidido en una cena con un matrimonio encantador, pero que había sentido pena por ellos al enterarse de que tenían un hijo de treinta y tantos años con parálisis cerebral. “Durante el día lo llevan a un colegio especial, pero luego ella se ocupa de él”, me dijo.
Precisamente esa mañana había leído algo sobre la importancia de no “infantilizar” a las personas con diversidad funcional, tratarlas como niños eternos, ya que implica desvalorizarlas, así que me permití corregirla, en plan repelente. “Si tiene ya 30 años, es un adulto y los adultos no van al cole”, le dije.
Luego le solté un rollo sobre la teoría de la valoración de los roles sociales formulada en los años 80 por el académico germano-estadounidense Wolf Wolfensberger, quien defendía que hay que positivizar los roles sociales asignados a los discapacitados para poder “normalizarlos”: está mal tratarlos como niños, como enfermos, como asexuales, como objeto de compasión o de ridículo, o como moribundos, entre otros.
“Si son adultos no los llamamos niños, hemos de ser coherentes y no hacerles salir a la calle dándose la mano o en un autocar con un rótulo enorme donde se lea ‘transporte escolar’”, escribió.
Wolfensberger forma parte de una nueva corriente de académicos y educadores sociales que en los años 70 apostaron por la “normalización” como forma de integrar mejor a los discapacitados.
La normalización implica aceptar que existen personas con discapacidades y que a estas hay que ofrecerles las mismas condiciones que al resto de ciudadanos, incluyendo un ritmo normal de vida (con jornada laboral, fines de semana y vacaciones), así como el derecho a educación, vivienda, empleo, ocio y deporte, y a disfrutar de las diferentes etapas de la vida (niñez, adolescencia, madurez, vejez).
Todo suena bastante bien, excepto por el enfoque estático y capitalista-occidental de lo que es tener una “vida normal”, a mi parecer. “¿Qué significa ser normal?”.
Por suerte, las corrientes de pensamiento han ido evolucionando y hoy ya no se habla tanto de normalización, sino de diversidad funcional. No se trata de “normalizar” ni de “rehabilitar” a nadie, sino de comprender que cada uno es como es, con sus diferencias, y que es el entorno el que está obligado a adaptarse a ellas para que nadie se quede atrás en términos de igualdad de oportunidades y tomar decisiones sobre uno mismo.