Hace un par de años, aproximadamente, que Fernando Martínez, representante de Fecalon (Federación Catalana de Locales de Ocio Nocturno) me explicaba que lo que más le preocupa al sector era el aumento exponencial de las armas blancas en la noche catalana, hasta el punto de que en algunos locales se estaban planteando seriamente la posibilidad de instalar arcos de seguridad en la entrada.
Y me consta que esto no sólo me lo dijo a mí, sino que lo repitió en la infinidad de entrevistas que le hicieron por aquella época en la que el tema de moda era la sumisión química a través de diferentes sustancias que potenciales agresores sexuales echaban en las bebidas de las chicas.
Se repitió hasta la saciedad ya por aquel entonces que la presencia de todo tipo de armas blancas se estaba convirtiendo en un serio problema de seguridad pública. Pero como venía pasando en la Barcelona postpandemia, que parecía que querían convertir en una especie de aldea provinciana, se desechó la advertencia del sector del ocio nocturno, que desde Colau se menospreciaba y se atacaba sin tregua.
Sin embargo, ahora todo son alarmas, prisas y dispositivos especiales carísimos para intentar paliar una situación que, sin ser en realidad extremadamente grave, sí es del todo intolerable para una ciudad de primer nivel como debe aspirar a ser Barcelona.
Está muy bien que se devuelva a los cuerpos de seguridad la credibilidad y la confianza que se habían empeñado en cercenar desde el gobierno municipal del hippismo y la mugre de los comunes; y es una buena noticia que se desplieguen cuantos agentes sean necesarios para devolver la sensación de seguridad a las calles barcelonesas. Pero si nadie se entretiene en analizar las causas del por qué hemos llegado a esta situación, únicamente la fuerza de choque de policía y mossos no va a acabar con el problema.
A la pregunta qué ha pasado para llegar hasta aquí, las respuestas son múltiples. Pero sin duda una de ellas es tan clara como trágica. El modelo de ciudad y de ocio que se dejó instalar en la capital catalana potenciando, por lado, la proliferación de presuntos clubs cannábicos que nada tienen que ver con el concepto inicial de club cannábico; y dejando, por otro lado, que la prostitución en todas sus formas y maneras afianzara el dudoso honor de consolidar Barcelona como destino preferente de turismo sexual del sur de Europa. Algo que está en el centro del problema de la inseguridad actual.
Y es que no es difícil de conectar las ideas de que, si proliferan drogas y prostitución, alrededor de esas actividades están quienes las manejan, que no suelen ser, precisamente, lo que se tiene por ciudadanos ejemplares. Traficantes de drogas y tratantes de personas están al mando de dos de los principales reclamos de ocio de la Ciudad Condal, y la cuestión es si alguien está trabajando desde esa perspectiva. Porque, si no es así, todas las actuaciones en materia de seguridad que se están llevando a cabo son absolutamente superficiales y no van a dar los resultados deseados.
Poniéndonos en el mejor de los escenarios, es decir, en aquel en que la política de seguridad no sólo depende de la patrulla de turno, sino que existe una voluntad de trabajar para desplegar una política criminal como política pública de fondo, la cuestión es si la paciencia de la ciudadanía va a aguantar los años que tardaremos en revertir un modelo de política local suicida, que supongo que alguien rentabilizó, pero que ha llevado a la ciudad de Barcelona al momento presente en el que, otra vez como en los 80, evitamos zonas como el Raval, después de haber invertido allí cientos de millones de euros en una recuperación del barrio que tardó décadas, y que se ha echado a perder en pocos años.
El reto es mayúsculo y el trabajo que conlleva también. Sólo falta por ver si la voluntad política está a la altura. Como siempre.