No se asusten. Es solo un titular. No estoy por la extinción de quienes, como es mi caso, pasamos de los 60 y avanzamos por la vejez hacia la ancianidad sin prisa, pero sin pausa.
Confieso que me gustaba que los taxistas de Madrid, cuando rondaba los 50 y llevaba gafas de sol, me llamaran señorita, pero ese tiempo ya se fue. En mi actual franja de edad, la de señores y señoras de cierta edad, estamos todos igual: con los 10.000 pasos diarios, intentando conservar el último músculo que nos queda, gozando de la novia/novio de última hora o del marido/mujer de toda la vida y, sobre todo, ejerciendo la abuelez en el parque. Algunos, incluso nos paseamos por las redes sociales con nombres y apellidos.
Allí estaba yo, en la X de Elon Musk (el famoso multimillonario trumpista), cuando el colega gerundense Albert Soler, un hombre en edad de merecer y aún con hijos escolares, compartió un artículo hablando de la adolescencia en Cataluña. Decía que los jóvenes pasan de la política española y aún más de la catalana. En un canto a la sensatez de la mocedad, Soler pedía que el Gobierno de España aprobara el voto a los 16 años. Ellos sí que saben, venía a decir. Y no esa panda de patriotas jubilados que, liderados por Lluís Llach, han protagonizado una Diada de lo más deslucida, pensé yo.
En vez de intentar responder a Albert con seriedad y opinar con la suavidad que le corresponde a una señora de mi generación, me apunté al carro de la sorna. Soy de pocas añoranzas, pero, en ocasiones, quisiera volver a los tiempos en que la ironía era admitida y los biempensantes eran cuatro cursis. O sea que escribí este tuit: “Que se mueran los viejos, que no quede ninguno, ninguno, ninguno, ninguno de viejo”. En recuerdo de Los Sirex.
La banda barcelonesa de la década de 1960, que se empeñó en hacer rock e imitar a Elvis Presley, proponía en su viejo tema que murieran los feos. La razón era buena: siempre les quitaban las chicas a los guapos. La banda incluso tuvo problemillas con la censura del franquismo: querían comprar una escoba para barrer “todas las cosas feas de este mundo”, entre ellas el dinero.
La red X y sus programas de inteligencia artificial no entendieron mi broma sobre los viejos y me enviaron ipso facto un correo avisando de que mi mensaje contravenía las normas de la empresa. Era ofensivo, poco apropiado. Procedían, pues, a borrarlo y me daban un plazo para alegar en mi defensa. No lo creí necesario. Para qué perder el tiempo hablando de tonterías con un programa que es artificial, pero no inteligente, para qué discutir con un robot que nunca admiró a Elvis ni escuchó a Los Sirex ni a Los Bravos.
El e-mail reprobatorio y censor de X es el primero que recibo. Durante los momentos álgidos del independentismo, que pasé en Lisboa, mi cuenta fue atacada por cientos de trols. Me quejé y, un mes después, llegó una nota diciendo que no podían hacer nada. En otra ocasión, un ultrapatriota, escondido tras un nombre falso, me avisó: “Sé on vius, botiflera, i estic a prop teu”. Vivía entonces en medio del Alentejo portugués, rodeada de ovejas y buena gente. O sea que no me preocupó que a Twitter le importara poco la amenaza.
Hacía tiempo que los patrioteros me dejaban en paz, pero ayer otra oscura gallina de las redes quiso asustarme con una absurda intimidación. Imagino que, como no me llamaba vieja o fea o gorda, X dejó publicar el amenazador mensaje. Lo borré, sin más. Como me dijo hace una década mi hija: “Si no eres capaz de aguantar a los que insultan y odian, sal de las redes”.
Fui educada en una familia imperfecta, aunque tolerante, donde la mala educación era imperdonable, donde ser “cobardica” se consideraba uno de los peores defectos de la humanidad. En ella, aprendí muy joven, tanto como esos chicos y chicas que hoy empiezan a hartarse de la impostura política, a sobrevivir y a disentir sin miedo.
No podemos, en la vejez (ni nunca), permitir que esa nueva inteligencia que es artificial, pero no inteligente, nos censure. Tampoco un Gobierno. La democracia cuesta mucho ganarla, y mucho menos perderla.