Como sabe el lector, Cristina Farrés ha abandonado la dirección de este diario para trabajar como directora de Comunicación en el Govern de la Generalitat. No hace falta repetir que le deseamos lo mejor. No conozco aún a su sucesor al frente de Crónica Global, Arturo Esteve, pero ya le envidio, pues pensando tanto en la que se ha ido como en el que llega he recapitulado mi conocimiento de los directores de los periódicos en los que trabajé –conocimiento somero, y desde la distancia, pues siempre ante la gente de poder me he sentido incómodo, esa es la verdad–.

Y tras meditación retrospectiva he llegado a la conclusión de que el de director es un trabajo complejo y fascinante, aunque supongo que estresante, pues tiene uno que procurar la comodidad y eficiencia de los empleados, y además comer y a menudo cenar con los potentados y gente influyente, y acertar en la valoración de las noticias, y retarse cada día con los periódicos de la competencia, y recibir y procesar muchísima información, y resistir a las presiones políticas y empresariales, y vigilar que no venga un subalterno supuestamente leal, pero que conspira con la aviesa intención de birlarte el puesto; e incluso, en bastantes casos, además hay que escribir, que no es lo más fácil. 

En fin, se requieren muchas habilidades. Seguro que se adquieren grandes conocimientos sobre el funcionamiento de la sociedad y también sobre la naturaleza del ser humano, que, una vez perdido o abandonado el puesto, dan pie a largas meditaciones. Seguramente es un trabajo que infunde carácter. Todos los que he conocido lo tenían, desde luego.

Empecé en El Correo Catalán, gracias a Marcos Ordóñez, que entonces trabajaba en la sección de Cultura de aquel diario al servicio de Pujol, dirigido por Moya Angeler, de quien no recuerdo apenas nada. De todas maneras, no tardó mucho el endeudado Correo en quebrar. Luego remé bajo el mando de Antonio Franco, de Arias Vega, de Anson, de Lluís Foix, de Joan Tapia, luego ya escribí desde casa y no he vuelto a trabajar en las redacciones, algo que era divertido, pero no añoro. 

Todos los nombres citados en la penúltima frase tienen reputación de buenos profesionales y forman parte de la historia reciente del periodismo, los recuerdo vívidamente a todos y no diré de ninguno ni una mala palabra, pero es por el menos famoso de la lista por el que siento más admiración: Enrique Arias Vega.

Sí, porque le confiaron el timón de El Periódico en el momento en que Franco se fue a fundar la redacción barcelonesa de El País llevándose consigo a los mejores cuadros y redactores; el diario quedó desarbolado, con vías de agua por todas partes, y la redacción desmoralizada, con muchos marineros lamentando no haber sido elegidos para el nuevo paquebote (ya que El País era el diario del “espíritu del tiempo”, y, sobre todo, el que mejor pagaba), no pocos fustigándose por no haber merecido la llamada de Franco, y otros, en fin, temiendo la zozobra inmediata del producto y su incorporación a la fila del paro; la atmósfera que se respiraba no era precisamente de calma chicha. Era de naufragio tempestuoso. 

En aquellas circunstancias adversas Arias Vega consiguió mantener el diario a flote, en parte gracias a que, aunque la marinería había sido diezmada el barco, el diseño, el proyecto, era sólido. Bajo su dirección siguió vendiendo igual o más, pero, claro está, en el mantenimiento de una empresa parece que hay menos gloria y menos épica que en su fundación o en su proyección a la cumbre, y menos, incluso, que en su hundimiento.

A mí me parece que a Arias Vega no se le reconoció su mérito y siempre he pensado que el editor, Asensio, no fue justo con él al quitarle el timón cuando el mismo Franco volvió a la casa que había fundado… Ahora creo que está jubilado y escribe artículos en no sé qué diario del litoral levantino. Si de mí dependiera lo llevaría por las universidades y los círculos económicos y escuelas de empresarios a dictar conferencias sobre la gestión de recursos, la lucha contra la adversidad y la firmeza ante Némesis.

Hablo de lo que ahora se considera la edad de oro del periodismo, antes de las revoluciones tecnológicas, la subida disparatada del precio del papel y la caída de la publicidad a consecuencia de la crisis económica. En aquella época fastuosa para el periodismo, según ha contado Tapia, una de sus primeras tareas de la mañana era decidir qué publicidad se iba a quedar fuera de la edición del día siguiente, pues era tanta la que afluía, tantas las empresas que querían pagar anuncios, que si los publicase todos no quedaría en las páginas espacio para las noticias. En los conflictos internacionales el grupo de los corresponsales y enviados especiales españoles solía estar entre los más nutridos. 

Entonces ser periodista en un gran medio era tener un empleo no sólo privilegiado, sino prestigioso. Hoy en cambio la reputación de la profesión no figura entre las mejores. Tiene vigencia la famosa ocurrencia de Tom Wolfe: “No le digas a mi madre que soy periodista, ella piensa que soy pianista en un burdel”. Y sin embargo… envidio a Arturo Esteve.