El martes por la tarde quedé con dos amigos para visitar el edificio de la antigua editorial Gustavo Gili, en L’Esquerra de l’Eixample, que además de ser una joya arquitectónica de los años 50 camuflada entre anodinos bloques de pisos, es una de las sedes de Manifesta 15, la bienal nómada europea que este año se celebra en Barcelona y otros 11 municipios de la región metropolitana.

La verdad es que fue una visita relámpago, pero los tres salimos satisfechos después de pasar una hora entre instalaciones y proyectos dedicados a recuperar la memoria africana de la ciudad y denunciar el pasado esclavista de nuestro país, el último de Europa en abolir la esclavitud de sus colonias de ultramar.

Una de las obras que más me gustó fue la de la artista afrocatalana Tania Safura Adam, que en uno de sus trabajos nos muestra un recorte de periódico de la época en el que se anuncia la venta de dos “negras”: "Se vende, recién parida, con abundante leche, excelente lavandera y planchadora, con principios de cocina, joven sana y sin tachas, y muy humilde"; "se vende por no necesitarla su dueño, de nación conga, como de 20 años, con su cría de 11 meses, no ha conocido más amo que el actual". Justo debajo, otro anuncio reza: "venta de sanguijuelas de buen tamaño y sobresaliente calidad".

En otra sala del edificio me enteré de que en Vilassar de Mar, un municipio del Maresme que es casi como mi segundo hogar, el gegant de la Festa Major lleva el nombre del capitán de un barco negrero: Pere Mas, alias El Pigat. “Lo sabe todo el mundo, incluso se ha creado un colectivo anti-Pigat, por negrero. Cada año nos quejamos”, me explicó por Whatsapp mi amiga Blanca, vilassarenca y enterada de todo.

No creo que derribar estatuas y cambiar nombres de gegants por tener un pasado negrero sea una buena idea —nuestra historia es la que es, no la podemos borrar—, pero sí creo que la población debería estar mejor informada de nuestro pasado. Estaría bien, por ejemplo, que cada vez que el Ayuntamiento de Vilassar de Mar sacase al Pigat a la calle, se recordara públicamente la horrible persona que fue.

"Soy más partidaria de contextualizar que de borrar", le contesté a Blanca, escuchando de fondo las risitas de los jóvenes que atendían a los visitantes de la Gustavo Gili tras el mostrador de recepción. Me recordaron a mí con 23 o 24 años, cuando todavía aspiraba a ser directora de museos y me busqué unas prácticas en una feria de arte contemporáneo de Berlín pensando que así conocería a artistas interesantes y haría contactos dentro del glamuroso mundillo cultural.

El resultado fue bastante distinto: me pasé tres meses trabajando en un despacho desangelado junto a Quince Frauen, algunas muy culturetas y alternativas, como la directora artística, otras no tanto, como las funcionarias del recinto ferial, cincuentonas robustas con el pelo corto teñido de rojo y muy mal genio, que parecían salidas de la película Good Bye Lenin. Como no hablaban ni pizca de inglés, y yo tampoco sabía alemán, nuestras conversaciones se ceñían a lo básico:

— “¿Haben Sie schon gegessen?” (¿ya habéis comido?)— les preguntaba yo nada más entrar en la oficina con la lengua fuera, sobre la una del mediodía. A las praktikanten lo único que nos pagaban era el almuerzo, así que si llegabas tarde te perdías el almuerzo comunal que cada día una miembro del equipo se encargaba de organizar sobre la mesa de reuniones. El menú solía ser siempre el mismo: pan negro o de centeno, muy ácido, mantequilla, embutidos, queso de untar con aroma a ajo, pepinillos y latas de arenques marinados en salsa de mostaza, el alimento favorito de la directora. Con la ayuda de un tenedor, Sabrine sostenía unos segundos el arenque en el aire y después se lo metía entero en la boca. Además de arenques, había otra cosa que me daba mucho asco: el leberwurst, un embutido blando y rosado hecho a base de puré de hígado de cerdo. Suerte del pan con mantequilla.