No deja de ser un suceso irónico que Pedro I, El Insomne, tras el último comité federal del PSOE, convertido ya en una extensión del sanedrín del PSC después de la rendición de los socialistas del Sur al absolutismo que rige en todas las izquierdas (sin excepción), haya hecho desde China una matización tardía a su inquietante afirmación de que su voluntad es gobernar “con o sin el concurso del Poder Legislativo”. Si semejante declaración la hubiera hecho, incluso con toda la anestesia del mundo, cualquier jefe de las escuadras de la derecha ya estarían ardiendo los jardines de la Moncloa. Pero como su autor –“the one and only”– es quien controla la cúspide del PSOE, los teólogos del equipo de opinión (sincronizada) guardan una inquietante discreción no exenta de estupor: “¿De verdad dijo el presidente lo que oímos todos o se trata de una súbita ensoñación?”.
Lo dijo, sin duda. Cuestión distinta es cómo interpretar tal enunciado. China, que es un país comunista que practica el capitalismo de Estado, nos da pistas: allí los ciudadanos no son individuos, sino el pueblo; y el poder no es democrático, sino totalitario y abstracto, ejercido por el Partido. Se trata, sin duda, de un caso extremo, pero evidencia que el rasgo político más importante de nuestra era es la mutación política. Algo parece al principio ser una cosa y, en función de las circunstancias, se convierte en otra distinta con rostro similar.
Mutación del cesarismo imperial es el populismo posmoderno. Mutación del ancestral gregarismo tribal es el asamblearismo devocional. Y mutación, al fin y al cabo, fue la Santa Transición, madre y señora de la (falsa) concordia, que obró el milagro prosaico –para que se suicidasen al votar la ley de reforma política a los procuradores franquistas se les prolongaron los privilegios de Guerra Civil– de convertir la dictadura en esta democracia de partidos que nos gobierna, pero no nos representa, dado que la arquitectura institucional, en lugar de quedar al margen del sectarismo, lo practica con satisfacción, nepotismo y hasta con fuegos artificiales.
Sánchez insiste desde Pekín en que tiene el “máximo respeto a los grupos parlamentarios”. ¡Ya faltaría! Al que debe obediencia –según la teoría de los checks and balances– es al Parlamento. Las partes no son el todo. Ningún partido representa la soberanía nacional porque es el Congreso quien tiene esa función, que dista de ser sólo retórica o escénica. El Insomne no ganó las elecciones. Lleva dos ejercicios sin poder aprobar un presupuesto y tampoco cuenta con mayoría para sacar adelante leyes, pero al haber sido investido por la Cámara legislativa nadie puede discutirle su ministerio, aunque su moralidad sea escasa.
Negar el Poder Legislativo, que es lo que hizo el presidente ante el entusiasmo de las ovejas del comité federal del PSOE, ese nuevo cuerpo místico, supone negar su legitimidad legal. Si añadimos esta actitud a la cruzada (interesada) que el Ejecutivo libra contra la Justicia, el cuadro nos muestra a un aprendiz de César con un desprecio colosal por los usos y costumbres democráticos básicos. Si Sánchez fue en algún momento un demócrata formal, porque espiritual ya sabemos que no lo es, cada día que pasa desciende un peldaño más en la escalera que conduce a la autocracia. Es el sendero más corto hacia el poder carismático sobre el que tanto nos advertía Max Weber, cuyas máscaras son legión, pues puede ejercerse de forma personalista o colegiada, incluso mediante la hibridación de ambos métodos.
No es muy diferente tampoco al sustrato político del pacto PSC-ERC para sacar a Cataluña del régimen tributario común, otra variante de metamorfosis; en este caso, constitucional, pues limita la discusión a las élites de los partidos y la sustrae del refrendo popular, que es a quien afecta el oxímoron de la singularidad catalana. La solidaridad y la cohesión territorial no son graciosas concesiones o favores que Cataluña haga al resto de España. No. Sí lo es la capacidad de autogobierno establecida por su Estatuto de autonomía con rango de ley orgánica (aprobada por el Congreso, no en el Parlament).
Conviene insistir otra vez en lo obvio: nadie ha votado el salto de la España autonómica hacia una España confederal. No existe ninguna norma que permita hacerlo al margen de una reforma constitucional. Y no puede existir porque no cabe concebir ley orgánica con rango jurídico superior a la Carta Constitucional. Los votantes eligen a los diputados, aunque sea en listas cerradas. Es el Parlamento quien, en su caso, otorga al presidente del Gobierno un mandato delegado, temporal y condicionado. Obviar el Poder Legislativo y horadar la independencia judicial, y ambas cosas son parte de la agenda del sanchismo para mantener la ficción que los hechos (electorales) negaron, vacía a la democracia, esa forma de eucaristía laica, de toda su sustancia.
Lo que los socialistas aplaudían con felicidad en su último comité federal es el delirio (reaccionario) de gritar lo mismo que el vulgo celebraba en Sevilla hace ahora dos siglos: ¡Vivan las cadenas! Autocracia representativa. Una actualización de la vieja ley de los feudos. Cesarismo empírico. Un bonapartismo sin corona.