Una noche de mediados de agosto me escapé a los multicines de Arenys de Mar para ver Casa en Flames, la película catalana de la que todo el mundo habla desde que empezó el verano. Fui sola, igual que hacía cuando iba a la universidad y decidía hacer campana de contabilidad o estadística (las asignaturas que más detestaba), pero esta vez, en lugar de sentarme en una ordinaria butaca del cine Verdi o del tristemente desaparecido Icària de la Villa Olímpica, lo hice en una enorme butaca de piel con bandeja deslizable para poner comida y un botón para subir y bajar el reposapiés. “Sólo falta que te haga masajes en la espalda”, pensé, mientras abría mi bolsa de M&Ms y espiaba de reojo (y con cierta envidia) a la pareja de adolescentes sentada a mi lado, a punto de zamparse un Big Mac con patatas fritas.

Así, con el olor a frito y hormonas flotando en el ambiente y un fular al cuello para protegerme del aire acondicionado, desconecté de mi anodina vida vacacional y me sumergí en los dramas de una supuesta familia pija de Barcelona que se reúne un fin de semana en su segunda residencia de Cadaqués. La primera escena me hizo gracia —Emma Vilarasau recordando con nostalgia las diferentes exnovias de su hijo delante de su nueva novia —, pero luego siguieron una serie de bromas fáciles y situaciones poco verosímiles que no me acabaron de convencer. ¿Quién se cree que una familia pija puede tener cerrada a cal y canto su casa de Cadaqués durante años? ¿Cómo socializarían entonces en verano? Toda familia de la burguesía catalana tradicional tiene su casita en la Costa Brava, Menorca o la Cerdanya (o en las tres), porque la gente de bien no suele viajar en verano, no vaya a ser que se junten con la plebe.

Otra imprecisión: la abuela de una familia barcelonesa pija no viviría sola en un piso de la calle Muntaner decorado con muebles anticuados y sin servicio doméstico. Las abuelas pijas viven en pisos con lámparas modernas de Santa&cole, muebles de Pilma y asistentas internas filipinas o sudamericanas para torturarlas a base de críticas. “Que me la treguin del davant!", decía mi àvia, que en paz descanse. Una familia pija tampoco sacaría los trapos sucios en una cena, los catalanes pijos somos, por encima de todo, quedabien, y evitamos el drama y el conflicto siempre que podemos.

Más allá de todo esto (igual he exagerado un poco con los estereotipos sociales, estaba haciendo broma), en la película hay escenas verdaderamente cómicas y toca temas profundos, como las consecuencias de proteger demasiado a los hijos en beneficio propio y luego no saber lidiar con los monstruos que has creado. “La madre (interpretada por Emma Vilarasau) ha sido y sigue siendo manipuladora, cero respetuosa y, como se ha dedicado a los hijos y ha dejado su profesión, incluso su identidad, los boicotea y maneja, pues necesita estar ahí cuando ellos tienen problemas. Ese es el papel que ha elegido, sentirse así querida y útil”, me comentó una amiga muy sabia después de ver la película. Casa en Flames no va tanto de lo duro que es ser madre, sino de aceptar la vida que hemos elegido y no esperar que nadie cambie por nosotros ni, mucho menos, nos rescate.