Cuando un presidente de un Gobierno reconoce -implícitamente, pero en público y en directo- que es un gobernante inútil, la oposición debería hacer algo más que ruido. Sánchez declaró en su primer concierto de la nueva temporada que “si España hoy tiene un problema de vivienda es por el fracaso de las políticas neoliberales de las últimas décadas…”. Es decir, admite que en seis años ha sido incapaz de gobernar.

Pero, volvamos la vista a las dos, tres o cuatro últimas décadas ¿Fueron también González y Rodríguez Zapatero unos perfectos inútiles? ¿Se ha de deducir de las palabras de Sánchez que sólo Aznar y Rajoy fueron los impulsores del actual gravísimo problema de vivienda? Es extraño que no aluda también al franquismo. Es posible que sea especular en exceso y les estemos otorgando cierta convicción ideológica y un conocimiento histórico al actual presidente que quizás no posea.

Sorprende cómo Sánchez se ha reinventado, una y otra vez durante sus seis años, lanzando propuestas propias de un experimentado tahúr, sea convocando elecciones o congresos antes de tiempo, o apostando con el dinero público en la ruleta autonómica, etc. Es un jugador nato, arriesga como nadie y gana como pocos. Su capacidad discursiva y prácticas políticas recuerdan a aquellos frenéticos jugadores de pinballs. Sus gestos y modo de andar evocan aquellos golpes con los que se impulsaba imaginariamente las bolas.

Las también llamadas máquinas de millones, automáticos, billares electrónicos o flippers fueron la diversión para los boomers en su infancia y primera juventud. Txus Algora publicó hace un par de años una magnífica historia de los pinballs en España titulada ¡Bola extra! (Dolmen Editorial), muy recomendable por las innumerables ilustraciones para goce de aquellos devotos que se retaban en los recreativos o en los bares de barrio.

El primer pinball -conocido como bagatelle- fue presentado a Luis XIV. El rey absolutista se aficionó a meter bolas en una mesa con 9 agujeros en círculo (uno central), marcados con puntuaciones distintas y rodeados de obstáculos o puertas. Le fue tan bien con el poder como con el juego. Este gusto del monarca hizo que se pusiera de moda en las cortes de fines del siglo XVII, francesa primera y europeas después. Pasó a tierras americanas durante los años de la lucha por la independencia de los Estados Unidos y, a fines del XIX, se popularizó en ese país y retornó a Europa. Primero se le colocó un muelle para lanzar la bola, después un cristal para disuadir a los tramposos y, por último, un monedero automático para recaudar cuánto más mejor. La electricidad permitió añadir luces, timbres, marcadores y, desde 1947, los imprescindibles flippers o aletas para impulsar las bolas.

En la película Trapecio (1956), en una escena sobre cómo hacer trampas para conseguir el éxito, Burt Lancaster recomendaba al entusiasmado jugador Tony Curtis que tenía que salvar los obstáculos para ganar o inclinar la máquina para reconducir la bola. Curtis terminaba por golpear el pinball, hacía falta y se acababa esa partida; intentaba jugar otra y Lancaster le respondía tajante: “Así no puedes ganar”. Lancaster se equivocaba. Así, haciendo trampas o mintiendo sí se puede ganar o, al menos, conseguir una y otra vez una bola extra y alargar la partida.

Es admirable cómo juega Sánchez, cómo imita con su golpe de cintura un lanzamiento de la bola con el flipper. Las luces de colores se encienden, el marcador de la deuda sigue subiendo, siempre con gran habilidad y con el dinero de otros para seguir jugando hasta el infinito progresista y más allá. ¿Quién y cuándo le desenchufará la máquina?