La riqueza de unos suele ser la pobreza de otros. Parece una profecía bíblica y, en efecto, el acuerdo de financiación singular –léase concierto catalán– que han rubricado el PSC y ERC sin que en el resto de España, cuyas regiones van a verse afectadas por este nuevo modelo de la asimetría territorial, se haya debatido la propuesta, se vote o se formule en los términos de lo que es –una mutación (sin contar con el respaldo ciudadano) de la Constitución– se parece bastante a los versículos del Antiguo Testamento. Nace de la avaricia y provoca ira. El Ejecutivo de Sánchez (y lo que va quedando de Sumar) guarda silencio sobre cuál va a ser su impacto o directamente miente, una actitud que desde sus propias filas le ha reprochado indirectamente Josep Borrell, sin duda el último hombre cuerdo del PSC.

La operación dista de ser una mera propuesta. Al rubricarse en un pacto de investidura –la de Salvador Illa– su cumplimiento es la única forma posible, salvo sorpresas, de que el nuevo Govern, cuya situación parlamentaria es frágil y puede ser coyuntural, perdure. Según los expertos, la salida de Cataluña del régimen común supondría un trasvase anual de entre 6.000 y 13.200 millones de euros desde la caja común del Estado en favor de la futura hacienda (soberana) catalana. Los socialistas catalanes, mientras gobiernen, contarían con entre un 25 y un 50% más de dinero, que es el que dejarían de recibir –a través del Estado– las demás autonomías. Los independentistas conseguirían así, gracias a la colaboración del PSC, situar a Cataluña por encima del resto de comunidades, estando ya –como está– en la parte superior de la tabla media en el índice de financiación homogénea. 

Semejante compromiso aboca al Estado a una paradoja cuya solución es imposible sin causar daños. Por un lado, el Gobierno no podrá mantener los actuales fondos para servicios públicos que destina al resto del país porque perderá ingresos; por otro, se vería abocado a decretar recortes dentro de sus competencias, que se replicarían –en cadena– al resto de regiones. Dicho de otra forma: la asimetría provocará mayor desigualdad en la –todavía– hipotética España confederal que alumbra el acuerdo entre el PSC y ERC. Y obligaría a una superlativa subida de la presión fiscal, ya de por sí extraordinaria para el contribuyente medio. ¿Puede extrañar a alguien que exista inquietud en las cancillerías de la España autonómica? Es algo perfectamente natural. Igual que entra dentro de lo factible que Madrid y Baleares reclamen a partir de ahora que se les aplique a ambas el principio de ordinalidad, ese oxímoron.

Los socialistas intentan amortiguar el peligroso terremoto del concierto catalán cambiándole el nombre a las cosas, deslizando que no existe la mayoría que requiere un cambio en la legislación territorial o proponiendo al resto de comunidades –para evitar que las 11 autonomías del PP le hagan un catenaccio– la emulación del nuevo modelo catalán. El primer argumento es escolar, además de falso. El segundo no provoca tranquilidad. Y el tercero se sustenta en un sinsentido: si otra autonomía aceptase recaudar (a su costa, por supuesto) todos los impuestos estatales en su territorio, la singularidad catalana dejaría de serlo si no fuera porque la recaudación tributaria en Cataluña es muy superior a la del resto de autonomías. 

Aceptar una igualdad formal sobre una situación desigual, un trampantojo que ya planteó en su momento Hacienda con la condonación parcial del 20% de la deuda de las comunidades, es hacer el primo. Varias veces. En todas direcciones. Sin freno ni tasa. Es dudoso que alguien se preste voluntario, aunque tampoco deberíamos descartarlo: hay más tontos que botellines. Así las cosas, se antoja complicado que Illa pase algún día de las musas al teatro y consiga “mejorar España desde Cataluña”. La frase suena bien, pero sólo es porque está huera.

Es evidente que el acuerdo entre el PSC y ERC no va exactamente en contra de España. Se formula en oposición a otra cosa: las políticas sociales y la cohesión territorial de todo el país, salvo aquellos territorios con el privilegio de contar con un cupo (a la carta) o la capacidad de tasar su propia solidaridad, prescindiendo por completo del Estado. Eso es la pacificación. 

El divorcio, que es lo que siempre han perseguido los firmantes de este acuerdo, va a ser –si llegase a consumarse– huracanado. No tanto porque sea una separación sin amor, sino por el imposible reparto pacífico de la sociedad de gananciales. Los números del Govern, que hace un cálculo creativo –y excesivo– de la brecha fiscal, cifrada en 22.000 millones de euros, son rebatibles. De hecho, el Ministerio de Hacienda los ha desmentido sin cesar hasta ahora, considerándolos inflados en un 65%. Aunque no es imposible que la ministra María Jesús Montero –obstinadamente andaluza, salvo cuando le ordenan lo contrario– sostenga ahora una tesis distinta, aunque en dicho caso no estaríamos ante una descripción fiel de la realidad, sino ante otra obra (cumbre) de lo que Borges denominó literatura fantástica.

No parece probable que en el Monasterio de Poblet acontezca un milagro e Illa corrija a la baja la contabilidad independentista. Establecido pues el dogma, es la hora de los teólogos, encargados de explicarnos a todos, por supuesto de forma colegiada y con “pedagogía”, igual que si fuéramos niños de escuela, que la asimetría no tiene que ser una amenaza, sino que puede convertirse en una “ventana de oportunidad” y consumarse poco a poco, reduciendo paulatinamente la cuota de solidaridad en un ejercicio –¡admirable!– de paternalismo con las regiones pobres, siempre que estas acepten el fondo de tan colosal escabeche: Cataluña no está obligada a ayudar de forma indefinida (con un dinero que en el fondo no le pertenece) a los hermanos famélicos.

Es cierto que el cupo catalán se asemeja a una ventana abierta. El único problema es que no está abierta exactamente para que a través de ella entre un poco de aire puro –que en la política catalana es un bien muy escaso– a esa estancia (común) que todavía llamamos España. Está abierta para que alguien salte al vacío. Ya veremos quién.