Antes de la candidatura de Kamala Harris el mundo daba por elegido a Donald Trump, unos con espanto, otros con fruición. Dándolo tanto por hecho, se le estaba haciendo campaña gratis en los Estados Unidos, donde los medios que le son favorables publican regularmente noticias del mundo en las que se pronostica la elección de Trump, lo que estimula el voto a su favor.
Si fuera elegido presidente, Trump regresaría a la Casa Blanca con ánimo de desquite, consecuente con la falacia del supuesto robo de la reelección en 2020.
En la esfera exterior el desquite de Trump se haría notar nuda y crudamente, tanto más cuanto que ha herido su enorme e infundada vanidad el desprecio que siente de fuera, en particular, de la vieja Europa liberal, la que va políticamente del centroderecha a la socialdemocracia, y de la Europa cultural de las Academias, de los intelectuales en extinción, pero que aún colean, de los tribunales independientes, del arte que no entiende, de los libros que no lee.
Una Europa hacia la que Trump siente una manifiesta inquina y, más aún, hacia Alemania, de donde proceden sus abuelos paternos. Sí, los Trump son de origen europeo, en concreto, de Kallstadt, una pequeña población de la Weinstrasse, la ruta del vino del Palatinado. Siendo presidente, Trump mantuvo una mala relación con la cancillera Angela Merkel por ser alemana y por ser ella como persona un prototipo de anti-Trump.
Kamala Harris es una bocanada de aire fresco en la enrarecida atmósfera que Trump crea y recrea con su verborrea de insultos, exageraciones, mendacidades, realidades paralelas, hechos alternativos. Harris está mostrando que Trump no tiene por qué ser fatalmente el ganador.
Distintos indicios abonan la quiebra de la fatalidad del triunfo de Trump: el aumento espectacular de la recaudación de fondos populares para la campaña de Harris, las salas llenas hasta la bandera en los mítines de Harris, la prensa liberal estadounidense apostando por Harris y las encuestas reflejando ya el ascenso de Harris.
Sabemos poco de Kamala Harris como política, la función de vicepresidente no da para mucho; en el fondo, la institución de la vicepresidencia sirve para garantizar la continuidad de la presidencia en caso de fallecimiento del presidente, renuncia o destitución. En el siglo XX, Harry Truman tuvo que suceder a Roosevelt (1945); Lyndon Johnson, a Kennedy (1963), y Gerald Ford, a Nixon (1974).
Las condiciones personales de Harris son notoriamente superiores a las de Trump, un especulador financiero e inmobiliario al que le están saliendo rotos por todas partes. Harris ha sido fiscal general del estado de California, algo que debería preocupar a Trump, incurso en varios procesos penales. Harris ya le ha advertido: “He conocido a muchos tipos como él”.
En su primer debate con Harris, previsto el 10 de septiembre, veremos si Trump contiene su lenguaje de adolescente alocado, su machismo de perdonavidas y su palabrería huera hacia todo lo que proviene de los demócratas y ahora de Harris, a la que, además de los infundios sexistas, ya ha destinado su retahíla de insultos habituales: radical, incompetente, ignorante, falsa, comunista, traería la pobreza absoluta para todos, la desgracia más terrible, la tercera guerra mundial.
Harris moviliza de nuevo a las grandes minorías: afroamericanos, asiático-americanos y latinos, como lo hizo Barack Obama y aporta esperanza a la gran mayoría de mujeres, que de Trump -es conocida su opinión sobre por dónde hay que agarrar a la mujer- solo recibirían mermas en sus derechos.
Los compromisarios de Estados “bisagra” (Pensilvania, Michigan, Georgia, Arizona, Nevada, Wisconsin) decidirán el ganador habiendo votado por particularidades demográficas, sociales o culturales incomprensibles fuera de los Estados Unidos. Como la presidencia estadounidense es tan determinante a nivel mundial -ya algo menos por el ascenso de los grandes emergentes, China el primero de todos- se ha dicho en ficción distópica que las presidenciales deberían resolverse mediante una suerte de votación universal.
Desde la vieja Europa liberal, tan vilipendiada por los Trump, Putin e imitadores, pero también tan resistente y persistente en supuestos trasnochados valores, se deberían seguir las presidenciales norteamericanas con esperanza relativizada; esperanza porque poderse olvidar de Trump -si pierde ahora está acabado- sería una gran noticia; relativizada porque hay unas constantes en los intereses globales de los Estados Unidos que dependen más de las estructuras, las tendencias culturales del país y los balances de las multinacionales que del presidente, aunque este puede extremarlo todo, como ya hizo Trump.
Harris sin duda conviene mucho más a Europa y al mundo que el desenfrenado Trump, pero sin olvidar el designio hegemónico norteamericano, que continuaría bajo la esperada Harris, como continuó bajo el admirado Obama y ha continuado con el voluntarioso Biden.