Si de lo que se trataba era de dejar claro que tanto TV3 como el cuerpo de los Mossos d’Esquadra están tan politizados que se hace necesaria una buena purga en cada una de estas instituciones y que sus mandos son entre ineptos y cómplices de delincuentes, no hay duda de que el numerito de Puigdemont fue un éxito. Lo que ocurre es que todo eso ya lo sabíamos sin que nos lo viniera a demostrar nadie. En Cataluña, tanto la televisión pública como la policía -los mandos, se entiende- están desde hace años al servicio del Régimen, como en cualquier dictadura que se precie, y no al servicio del pueblo, como ocurre en las democracias, por imperfectas que sean. Y si no están también los jueces al servicio del Régimen es porque no llegó a buen puerto la independencia y la Constitución que nos tenían preparada para el nuevo Estado, que así lo preveía.
De no haber sido por el 155 -bueno, y sobre todo, por la ineptitud y cobardía de los independentistas-, los catalanes viviríamos ahora bajo un Régimen que nada tendría que envidiar a las repúblicas más bananeras, aunque en nuestro caso con calçots en lugar de bananas. En todo el mundo, el término república calçotera sustituiría al de “república bananera” para referirse a gobiernos corruptos y que no respetan los derechos de los ciudadanos. Para escenificar todo eso no hacía falta que viniera Puigdemont arriesgándose a ser detenido, eso lo saben en Cataluña hasta los niños de teta.
Ahora bien, si de lo que se trataba era de boicotear la elección de Salvador Illa como presidente de la Generalitat o de demostrar que el líder de Junts pinta todavía algo en el escenario político, podemos afirmar que la performance fue un completo fracaso: Illa fue elegido sin contratiempo alguno y lo único que quedó claro de Puigdemont es que ya no moviliza más que a unos centenares de nostálgicos, lo mismo que Franco, y eso que éste lleva muerto casi medio siglo. El pobre Puigdemont reunía a más fieles en sus mítines en el sur de Francia que el otro día en Barcelona, aunque hay que reconocer que el acto de Barcelona tuvo lugar en pleno mes de agosto, cuando la mayoría de independentistas disfrutan de sus vacaciones en la casita de la costa.
- Vamos mañana a ver a Carles?
- Uf, qué pereza, mejor lo dejamos para otro día, que hemos quedado para salir con la barca con los Xuia, y después para comer una terraza del paseo con los Enciam.
- ¿Pero seguimos siendo independentistas, no, cariño?
- Por supuesto, y oprimidos por el Estado español, como está mandado. Visca Catalunya! Anda, aparta de ahí, que estoy viendo los Juegos Olímpicos y me estás tapando la tele. Y tráeme otra cerveza.
Hay quien califica -de nuevo- a Puigdemont de cobarde por no cumplir su promesa de asistir a la sesión de investidura. Pero hay que comprenderlo. El expresident llegó a Barcelona de incógnito, pensando encontrar ante el Arco de Triunfo a una multitud enfervorecida, a centenares de miles de personas reunidas allí a mayor gloria de su ego (como Franco, otra vez). Cuando vio que, siendo generosos, había allí unos 3.000 asistentes, pensó que ese no era su día, y que para qué arriesgarse a ir al Parlament y ser detenido, si ya apenas es capaz de reunir a un puñado de fieles. Mejor plegar velas e irse por donde uno ha venido, o sea que se limitó a un par de frases soltadas a toda prisa -hay que reconocer que en eso se comportó como un profesional que se debe a su público, otros artistas habrían anulado el show por falta de público-, y piernas para qué os quiero.
Su tiempo ha pasado, les sucede a todos los artistas. Quedarán algunos que seguirán comprando sus discos, como hay quien sigue escuchando discursos grabados de Franco, pero el declive, cuando empieza, es imparable.