Desde sus inicios, la deriva independentista me preocupó hasta el punto de deteriorar mi tradicional buen dormir, convencido de que no haría más que dañar de manera grave e innecesaria la convivencia y el bienestar económico. Además, me indignaba la frivolidad con que élites acomodadas apoyaban acríticamente el procés.

Sin embargo, a finales de 2015 empecé a mirarlo desde otra perspectiva gracias a la votación de la CUP en que se decidió no apoyar la investidura de Artur Mas; una negativa que, precisamente, acabaría por favorecer la elección de Carles Puigdemont. Me impactó que los dirigentes del partido anunciaran, de manera tan natural, que en la votación se había producido un empate a… ¡1.515! Y que, por ello, serían sus cuadros directivos los que finalmente decidirían.

Dada mi afición a La Cubana, desde entonces empecé a contemplar los episodios más hilarantes del procés como si estuviera en el patio de butacas disfrutando de un espectáculo de la troupe teatral. Además, a menudo, nuestra realidad política ha ido más allá de la creatividad e histrionismo de la propia La Cubana, lo cual tiene su mérito.

Ahora, Carles Puigdemont y los suyos se han superado a sí mismos con un gag cuyo ingenio debe reconocérseles; nos han ofrecido el mejor final para una performance inacabable que ha castigado a todo el país durante una larga década. Ello ha coincidido, además, con la culminación de un rocambolesco proceso de negociación que ha llevado a Salvador Illa a la presidencia de la Generalitat.

Lo que resulta más curioso es la enorme disonancia entre el ruido de la inverosímil negociación y la personalidad del nuevo presidente. Salvador Illa es la imagen viva de la templanza (que junto con la prudencia, la fortaleza y la justicia conforman las cuatro virtudes cardinales), como ya demostró durante su durísima etapa al frente del Ministerio de Sanidad en plena pandemia. Esa capacidad por mantener la calma y el equilibrio en situaciones adversas es lo que más necesitamos en nuestras circunstancias; unos tiempos conducidos por una innecesaria celeridad, cargada de aspavientos, hacia no se sabe dónde. Y si alguna comunidad requiere como ninguna de la templanza, ésa es Cataluña

El lamentable espectáculo de Puigdemont sólo servirá para alimentar el deseo de una gran mayoría ciudadana por pasar página del procés. Además, aún queda mucho de un agosto que ubicará en un pasado cada vez más lejano las estridencias de la política catalana.

Pese a las dificultades por conformar mayorías, el nuevo gobierno puede resituar rápidamente a Cataluña. Estoy convencido que el talante amable y sereno del nuevo presidente nos hará redescubrir una nueva manera de entender lo público, especialmente si es capaz de enhebrar una acción política orientada a priorizar servicios sociales básicos, hoy deteriorados, y a conformar el marco razonable y previsible que requiere el mundo productivo.

El deterioro de Cataluña ha sido notable. Aunque el PIB sigue creciendo, resulta evidente que se ha perdido poder económico, dinamismo y autoestima, así como presencia y reconocimiento en España y Europa. Sin embargo, dado que estos días he vuelto a ver la genial y recomendable película Bienvenido Mister Chance, de Peter Sellers, recurro a su “lo importante son las raíces, pues tras el invierno llega la primavera”: pese a todo, Cataluña sigue disponiendo de unos activos arraigados que hemos de movilizar rápidamente. De momento, empezamos con el presidente idóneo. Veremos cómo se sigue. ¡Mucha suerte!